Lenguaje, pulsiones, defensas
Redes de signos, secuencias narrativas y procesos retóricos en la clínica psicoanalítica
David Maldavsky
Nueva Visión, Buenos Aires, 2000.

Capítulo III

El lenguaje del erotismo intrasomático

La consideración de cada lenguaje del erotismo comienza con un estudio de la especificidad del goce orgánico, del voluptuosidad, inherente a la pulsión sexual en cuestión. El paso siguiente consiste en determinar cómo lo anímico conquista un lenguaje para esta erogeneidad, es decir, cómo la sexualidad en cuestión va teniendo cabida en el plano de los procesos psíquicos: afectos, motricidad, percepción, huellas mnémicas, defensas, que también son específicas. En libros anteriores emprendimos esta investigación respecto del erotismo sádico anal primario (Maldavsky, 1998a), de los erotismos oral primario, sádico oral secundario y fálico genital (Maldavsky, 1998b); en este libro, en los capítulos IV y V, consideramos del mismo modo el erotismo fálico uretral. En el presente capítulo, en cambio, encaramos un tipo de erogeneidad y de lenguaje más difíciles de asir conceptualmente, puesto que se hace necesario prestar atención al valor del cuerpo como fuente pulsional en la teoría psicoanalítica. La argumentación se vuelve compleja, ya que incursiona en terrenos menos establecidos, correspondientes a los fundamentos de la subjetividad.
En efecto, el propio cuerpo constituye una unidad compleja que podemos descomponer en diferentes sectores. Es posible precisar su función y su eficacia en la constitución, el desarrollo y la actividad en la vida anímica y en los procesos subjetivos. En primer lugar, y sobre todo, el cuerpo tiene el valor de fuente química de la pulsión, y también de objeto de esta, en múltiples sentidos. También vale como estructura neuronal que procesa inicialmente las incitaciones aportadas por las fuentes pulsionales. Tal estructura neuronal posee rasgos singulares, propios de cada individuo, pero además contiene un saber filogenético, inherente a la especie, que predetermina ciertas orientaciones universales en la vida psíquica. En tercer lugar, el cuerpo es el asiento de diferentes acciones con las cuales se pretende tramitar las exigencias endógenas. Además, es el lugar donde se desarrollan las modalidades iniciales de cualificación, propias de la vida afectiva. También provienen del cuerpo diferentes incitaciones sensoriales, internas, externas o mixtas. Además, puede sufrir alteraciones como consecuencia de los conflictos, sobre todo las somatizaciones, las manifestaciones conversivas y las combinaciones entre ambas. Igualmente, es asiento de ciertas defensas, que pueden ser normales o patológicas.
Los diferentes aspectos que acabamos de mencionar serán considerados en los apartados que siguen, en los cuales se reúnen muchas de mis propuestas precedentes (1986, 1990a, 1992, 1993, 1995a, 1995b, 1997a, 1998a, 1998b) sobre el tema. En su conjunto, considero que lo que expondré a continuación puede ser ubicado en el marco del problema del surgimiento de la subjetividad, del desarrollo del yo real primitivo y de la conquista anímica de un lenguaje para el erotismo intrasomático. Tal vez esta presentación nos permita analizar el cuerpo no solo en el marco de los procesos conversivos sino también en el contexto de las diversas alteraciones somáticas que no se enlazan tan nítidamente con una dimensión simbólica.
La libido puede quedar fijada a esta fase temprana del desarrollo, y por lo tanto investir duraderamente los órganos internos. La parte final de estas páginas está destinada a investigar precisamente el destino ulterior de las investiduras libidinales intrasomáticas, derivadas de estas fijaciones. Para ello considero la cuestión de las defensas normales y patológicas propias de este lenguaje del erotismo y su eficacia en el marco del rechazo del complejo de castración y de la prevalencia de un complejo de Edipo invertido. En este sentido, presto atención a los procesos retóricos que ponen en evidencia la prevalencia de las defensas antedichas. Igualmente, estudio el modo en que esta erogeneidad se expresa en las redes de signos y las secuencias narrativas correspondientes.

Fuente pulsional

Como fuente pulsional, el cuerpo es una estructura compleja. Freud (1920g) solo prestó atención a este tramo de la teoría psicoanalítica cuando expuso la hipótesis de la pulsión de muerte y sus conflictos con Eros (este último compuesto, a su vez, por la libido narcisista y objetal, la autoconservación y la conservación de la especie). Sostuvo que el cuerpo posee una estructura química compleja de donde dimana la tensión que es inherente a Eros, que a su vez constituye un conjunto de exigencias de trabajo para lo anímico. La pulsión fue considerada por Freud (1905d, 1915c) primero como un concepto límite entre lo psíquico y lo somático. Lo psíquico aparecía entonces como un mundo de representaciones y afectos, e incluía también las metas y los objetos de la pulsión, mientras que la fuente era tomada como un sector sobre el cual había poco que decir, y que se abandonaba a la consideración de la biología. El cambio de 1920 recuperó la reflexión temprana de Freud (1950a, “Proyecto de psicología”) sobre las fuentes pulsionales como parte del terreno del psicoanálisis. Finalmente Freud (1940a) afirmó que en este ámbito (el del cuerpo como fuente pulsional y como energía neuronal) se halla lo psíquico genuino. Freud caracterizó entonces a las pulsiones como esencialmente conservadoras, y diferenció entre los estados que cada pulsión aspira a mantener o recuperar, punto sobre el cual luego volveremos.
Si pretendemos ensamblar ambos conjuntos de hipótesis, podemos diferenciar entre lo psíquico y lo subjetivo. En este último sector incluimos la actividad de la conciencia tanto como el mundo de los afectos, diferentes metas y objetos de la pulsión, las percepciones, las huellas mnémicas, el pensamiento, las fantasías y las defensas (salvo algunas pocas excepciones, que luego describiremos), las decisiones de todo tipo, la actividad del yo y del superyó-ideal del yo. En cambio, el sector de lo psíquico abarca también el soma como fuente pulsional y como energía neuronal. Podemos afirmar pues que por un lado los procesos somáticos (exigencias internas y energía neuronal) son lo psíquico genuino y que por otro lado las pulsiones integrantes de Eros son una exigencia de trabajo para lo anímico, entendido ya como conjunto de actividades subjetivas. Por lo tanto, pueden haber actividades psíquicas no subjetivas, en el sentido de los procesos económicos carentes de enlace con la conciencia y con los demás componentes de la vida subjetiva (huellas mnémicas, afectos, pensamientos, entre otros).
La hipótesis sobre las pulsiones más conocida (exigencia de trabajo para lo anímico) le atribuye a estas ciertos rasgos (sobre todo presión constante) y también considera imbricaciones y conflictos entre ellas, especialmente entre sexualidad y autoconservación y entre una pulsión parcial y el resto del conjunto. Ya destacamos que, en cambio, la segunda forma de entender el concepto de pulsión le confiere otro rasgo, no necesariamente contrapuesto a los anteriores, pero quizá más elemental: el carácter conservador. Cada pulsión aspira a conservar un estado determinado, o volver a él. Así, la pulsión de muerte pretende conservar un estado de inercia inorgánica, o el retorno a él. La pulsión de autoconservación lucha contra la inercia, desde donde se ha originado, y aspira a mantener o recuperar una tensión vital constante, que retorna a lo inorgánico de un modo imperativo pero lento, mediante rodeos. Por fin, la pulsión sexual tiende a mantener o recuperar vivencias placenteras sobrevenidas en el seno de lo vivo. Las pulsiones de autoconservación, que se afirman como contrapuestas a lo inerte, en última instancia se trasforman en representantes de un morir que posee un carácter demorado y singular. Estas pulsiones aspiran a mantener una tensión vital en el quimismo orgánico que se contrapone a la tendencia a la inercia, mientras que las pulsiones sexuales, nacidas ya en el seno de lo vivo, pretenden retornar a vivencias inherentes a dichos momentos de la propia existencia.
La noción de presión o empuje, correspondiente a la primera teoría pulsional, se enlaza con la de tensión vital, en las hipótesis de 1920 en adelante. En consecuencia, Eros posee un doble carácter conservador. Uno es el de las pulsiones de autoconservación, y el otro, el de la sexualidad, y ambos se enlazan entre sí y con el mundo del vivenciar contingente. A su vez, este conjunto debe neutralizar a la pulsión de muerte, para lo cual se hace indispensable recurrir a algún tipo de actividad, sobre todo gracias al despliegue muscular, que permite dirigir la destructividad hacia un objeto.
Las fuentes de la tensión endógena son multiloculares, y en consecuencia las pulsiones son parciales, aunque entre ellas una suele alcanzar la primacía sobre algunas otras, de manera transitoria o duradera. Además, la nueva definición de las pulsiones, centrada en torno de su carácter conservador, le permitió a Freud (1933a, 1940a) describir como tales a otras, hasta ese entonces no categorizadas de este modo. Podemos incluir en este grupo a la pulsión de dormir (que surge con el nacimiento, como tentativa de retornar a la economía energética previa, en que no era necesario investir con atención al mundo sensible), la de respirar (que procura recuperar el estado intrauterino de oxigenación de la sangre) y la de sanar (que aspira a restablecer un estado previo, no trastornado por una perturbación orgánica). A esta última Freud (1933a) la llama además pulsión orgánica, tal vez porque toma también como objeto al propio cuerpo. Si de diferentes órganos y funciones corporales dimanan tensiones químicas que se trasforman en exigencias de trabajo psíquico (y por lo tanto dichos órganos y funciones son fuentes pulsionales), también pueden aparecer como objeto para la pulsión de sanar. Así, pues, un órgano puede ser o bien fuente o bien objeto de la pulsión, o ambas cosas.
Con todo, es preferible dejar para más adelante la consideración de este aspecto y recuperar ahora la visión de conjunto. De este, el de las pulsiones sexuales destaca como el que más ha atraído la atención de los analistas, dada su eficacia en la producción de síntomas y alteraciones de carácter. Entre las pulsiones sexuales (que pretenden hacer prevalecer su representante psíquico, el principio de placer) algunas han sido estudiadas con mayor detenimiento y precisión, justamente por esta función en el desenlace de procesos patógenos. En todos estos casos se ha destacado el valor de una zona erógena (oral, anal, fálica, uretral, genital), de gran importancia en el intercambio intersubjetivo, enlazada a su vez con prácticas motrices específicas. Las zonas erógenas pueden ser definidas como una región de la superficie corpórea en la cual una incitación despierta placer o displacer. En este sentido difiere de otras zonas del cuerpo en las cuales un estímulo queda cualificado como sensación (visual, auditiva, táctil, olfatoria, gustativa). Así, pues, la zona erógena tiene una definición más funcional que anatómica. Es un lugar de la superficie corpórea que trasmuda al estimulo en sensación placentera, y no en impresión perceptual, aunque en los hechos ambos desenlaces (es decir, las consecuencias de uno y otro modo de trasformación de las incitaciones, como voluptuosidad y como sensorialidad) a menudo se superponen y entremezclan en proporciones diversas. La definición funcional de zona erógena llevaría a pensar que esta última podría localizarse en cualquier región de la superficie corpórea; sin embargo, en los hechos queda restringida por la influencia decisiva de las vivencias infantiles, en las que participan tanto las necesidades de un hijo cuanto las incitaciones somáticas y simbólicas aportadas por sus progenitores, temas estos tratados en el capítulo II.
No todas las pulsiones sexuales resultan distinguidas con la misma nitidez. Algunas, como la pulsión de ver, de aferrar, de oír, de tocar, se imbrican con la autoconservación, y quedan a menudo subordinadas a ella. Otras, en cambio, como el goce en el dormir, adquieren el mismo carácter anaclítico, se apoyan en el egoísmo, pero no abarcan un sector orgánico restringido, sino al cuerpo en su totalidad. Algo similar ocurre con el goce en el crecimiento orgánico, sobrevenido sobre todo durante la adolescencia.
Como la voluptuosidad despierta con el vivenciar, tales pulsiones sensuales son inherentes a lo vivo mismo, y aspiran a conservarlo, a retornar a los momentos de goce. En este punto las pulsiones sexuales tienden a recuperar un estado propio de la materia viva. En cambio, las pulsiones de autoconservación, mucho menos estudiadas en psicoanálisis, hasta el punto de que en ocasiones se las desconsiderara en su valor y su eficacia y se propusiera destinarlas al terreno de lo biológico o, aún más confusamente, de "lo instintivo" (lo cual además conduce a ignorar lo que Freud entendía por Instinkt), aspiran a volver a otro momento. Estas pulsiones parciales han nacido en ese momento en que lo vivo se complejiza en su estructura y por lo tanto resiste algo más a la tendencia al retorno inmediato a la inercia (por el camino de la autointoxicación), impuesto por la pulsión de muerte. La complejización de lo vivo permite que en su seno se mantenga cierta tensión vital, que deriva de la unión entre componentes químicamente afines pero diferentes, y que por lo tanto poseen un valor desintoxicante. En el cuerpo individual, la tensión vital (derivada del encuentro entre elementos diferentes pero afines) constituye el componente más resistente a la aspiración al retorno a lo inorgánico. La pulsión de autoconservación, que pretende imponer en lo anímico el principio de constancia, finalmente rinde tributo a su origen en lo inerte, y conduce a lo vivo al retorno a la desestructuración química inorgánica. Claro que lo hace, según ya dijimos, mediante rodeos. Cada quien quiere morir a su manera, ya que existe un código, una cifra de la propia muerte singular, impuesta por las pulsiones de autoconservación. Esta disposición singular al fenecer (derivada quizá del envejecimiento irregular de los diferentes tejidos en un mismo cuerpo) entra a su vez en una serie complementaria con el vivenciar, y se potencia ante ciertas incitaciones mundanas, del mismo modo que neutraliza la eficacia de otras, que para un sujeto distinto hubieran sido mortíferas, punto que reconsideraremos algo más al aludir a la pulsión de sanar. Estas pulsiones de autoconservación se enseñorean sobre el mundo sensorio-motriz, lo cual luego permite el despliegue de diferentes prácticas más o menos destructivas que son de capital importancia para neutralizar la eficacia de la pulsión de muerte. Esta pretende imponer el principio de inercia, la tendencia al vaciamiento global de una energía de reserva que deja al sistema indefenso ante las incitaciones internas, que entonces se vuelven tóxicas. El enseñoreo sobre los sistemas sensorio-motrices implica mantenerlos bajo la vigencia del principio de constancia, en lugar de permitir una descarga total, un vaciamiento energético desmesurado.
En cuanto a las alianzas interpulsionales, puede llegar a ocurrir que la sexualidad se ponga del lado de la pulsión de muerte, en cuyo caso la voluptuosidad puede culminar en una pérdida de la energía de reserva. También puede ocurrir que la sexualidad se acople a la autoconservación, y que entonces el goce quede acotado, morigerado. Es habitual que algunas pulsiones sexuales se enlacen con las pulsiones de autoconservación y otras, con la pulsión de muerte.
Como lo expusimos en el capítulo II, la neutralización de la pulsión de muerte suele dejar una huella entre los componentes de Eros. A veces afecta a la sexualidad, otras a la autoconservación. Entre las marcas por excelencia de tales neutralizaciones de la pulsión de muerte por Eros hallamos dos tipos de alteraciones. Una de ellas concierne a la sexualidad, que pasa a regirse por el criterio del masoquismo, y no por su inverso, el principio de placer. La otra perturbación afecta a la autoconservación, que resulta dominada por el criterio de la autointoxicación, de la estasis en lugar del principio de constancia. En este caso sobreviene una necesidad de estar enfermo (Freud, 1940a), el inverso de la pulsión de sanar. También puede darse una estasis de la sexualidad, habitual complemento del masoquismo erógeno antes descrito. A menudo el masoquismo constituye una tentativa de resolver las estasis de la sexualidad, pero la fórmula no resulta eficaz para tramitar algún fragmento de la voluptuosidad que requiere el enlace con un objeto, y mucho menos para procesar las exigencias de la autoconservación. Como complemento de las estasis se encuentran los procesos de autoconsunción, de autofagocitación. La estasis de la autoconservación, así como la autoconsunción, pueden hallar una solución precaria en esos procesos en los cuales un fragmento del propio organismo, separado del resto, opera como suplente, en el lugar de un objeto mundano faltante, y este desenlace es el equivalente, en otro terreno pulsional, del masoquismo erógeno, con el cual a menudo se entrevera de un modo complejo.
Otro modo de neutralizar la pulsión de muerte en la economía pulsional requiere de la intervención de una pulsión no considerada hasta este punto, que ensambla de otro modo sexualidad y autoconservación. Me refiero a la pulsión de conservación de la especie, que finalmente se imbrica con la erogeneidad fálico-genital, cuando sobreviene la metamorfosis de la pubertad. Tal pulsión de conservación de la especie predetermina el valor de cada erogeneidad en el marco de la reproducción, y reúne en su torno a la autoconservación y a la sexualidad junto con un saber filogenético, tal como lo expondremos en el apartado siguiente. Dicha pulsión puede entrar en pugna con alguna pulsión parcial, renuente a ubicarse como un segmento al servicio de la genitalidad y las aspiraciones a la reunión. También puede entrar en conflicto con la pulsión de autoconservación, cuando la procreación resulta una amenaza directa o indirecta a la propia vida. Pero sobre todo la pulsión de conservación de la especie se opone, del modo más enérgico, a la pulsión de muerte. Claro que esta oposición requiere de un cambio de perspectiva en cuanto al conflicto interpulsional. En efecto, ya no se trata de preservar una vida singular sino de asegurar la pervivencia de la especie, de la cual cada cuerpo específico es solo un representante, cuya desaparición física, en determinado momento, desde la perspectiva del conjunto se vuelve acorde a fines.
Hasta aquí concebimos a la fuente pulsional como una estructura orgánica compleja pero químicamente cerrada sobre sí. Sin embargo, esta forma de encarar la cuestión es solo parcial, ya que existen intercambios que articulan a dos o más cuerpos, a dos o más quimismos pulsionales. Resulta más pertinente pensar que en el desarrollo de una estructura voluptuosa singular han participado incitaciones sensuales de los progenitores, de modo que existen en el conjunto cuerpos extraños que intervienen a veces de manera decisiva en el desenlace final en cuanto a las prevalencias eróticas. Pero también puede ocurrir que en las pulsiones de autoconservación se conserven las huellas de las incitaciones mundanas, sobre todo ciertos traumas que generaron quiebres (por ejemplo en la ensambladura de la pulsión de sanar) difíciles de superar. De tal modo, en este terreno, como en muchos otros concernientes al cuerpo, núcleo de la vida pulsional y subjetiva, es necesario prestar atención a procesos que atraviesan las fronteras singulares y que conducen a alojar en la propia intimidad un sector extraño, ajeno, de gran eficacia, a menudo hostil al resto.

Estructura y funciones anímicas del sistema nervioso

Todas las incitaciones pulsionales recién descritas constituyen en primer lugar incitaciones para el sistema nervioso. Según Freud (1915c), la evolución de este sistema en los seres vivos derivó de las exigencias de tramitación de las tensiones pulsionales. Para que este sistema opere, es necesario que disponga de una energía, a la que a veces Freud (1923b) llamó de reserva, compuesta sobre todo por libido desexualizada.
El funcionamiento del sistema nervioso se puede atener a los mismo principios reinantes en el mundo pulsional. Cuando gobierna el principio de inercia en el terreno pulsional, algo similar se da en el plano neuronal, como Freud (1950a, "Proyecto de psicología") lo describe para los comienzos de la vida psíquica. Cuando prevalece la pulsión de autoconservación, que pretende mantener una energía constante, necesaria para la acción específica, cambia el principio por el cual se rige la actividad neuronal. Entonces el principio de inercia se muda en el de constancia (Freud, 1950a, "Proyecto de psicología"). Por fin, puede instalarse el principio de placer, el cual es emisario de las pulsiones sexuales también en el ámbito de las actividades neuronales.
El sistema nervioso posee una estructura compleja, con áreas de captación (con un primer grado de tramitación) y de descarga de las incitaciones, otras de trasmisión y otras de procesamiento interno. En el sector de procesamiento advertimos al menos una cuádruple modalidad de funcionamiento: 1) en red, según la cual diferentes elementos se combinan como integrantes de un conjunto, 2) en secuencia, según la cual se da un orden y una direccionalidad, una orientación, desde la percepción hasta la descarga, 3) en retroalimentación, por lo cual determinados desenlaces detonan nuevas actividades y procesos, 4) en distribución, con jerarquías y autonomías relativas. La memoria se atiene al primero de los criterios, y aparece entonces como una estratificación de redes constituidas por un grupo heterogéneo de elementos articulados por una lógica que diferencia a cada andamiaje de los otros. El pensamiento, en cambio, se atiene al criterio de la secuencia, con una direccionalidad, como Freud (1923b) lo describió: desplazamiento de la energía pulsional en el camino hacia la descarga. En cuanto al surgimiento de la conciencia originaria y los afectos, se atienen al tercero de los modos de funcionamiento antes citados, la retroalimentación. Por fin, las autonomías y subordinaciones relativas permiten pensar por un lado la coexistencia entre modalidades arcaicas y más recientes de la actividad psíquica y por otro lado que la sofisticación interna creciente (y consiguientemente la prevalencia de mayores restricciones lógicas) hace posible la mayor ligadura de las incitaciones libidinales. La mayor o menor sofisticación de un sistema respecto del precedente se presenta en términos de lógicas más o menos refinadas para operar sobre la vida afectiva, sobre la materia sensible, sobre la motricidad, sobre la memoria y los pensamientos.
Antes destacamos que la vida pulsional se expresa, en el plano neuronal, como prevalencia de determinados principios que regulan los procesos de descarga. Pero el punto requiere mayor precisión. En efecto, a medida que el principio de constancia predomina sobre el de inercia y se combina con el de placer, se desarrollan estructuras yoicas que pretenden hallar transacciones, en principio entre el mundo sensorial y las exigencias pulsionales, y luego también en relación con las demandas del superyó. Tales transacciones se apoyan en procesos inhibitorios, opuestos a alguno o varios de los elementos en pugna para mantener una economía pulsional centrada en la constancia y el placer. Desde este punto de vista (el miramiento por el placer) advertimos que cada erogeneidad le imprime al mundo sensorial, a la motricidad, a las huellas mnémicas y a los pensamientos formas y contenidos específicos. Tales formas y contenidos poseen una impronta filogenética, son un patrimonio de la especie, un saber instintivo almacenado en el sistema nervioso humano y que recibe una investidura desde la pulsión de conservación de la especie. Tal saber instintivo recae especialmente sobre los destinos de las mociones libidinales en lo anímico, a los que predetermina en cuanto a los modos de organización de las percepciones, los tipos de despliegue motriz, las lógicas para el procesamiento de las huellas mnémicas y del pensar inconciente y preconciente, y el desarrollo de defensas específicas. Tales destinos anímicos de una erogeneidad constituyen el lenguaje de una pulsión determinada. Así que en el procesamiento de una erogeneidad, además del vivenciar y de las disposiciones personales, confluyen una ensambladura neuronal, el instinto y la pulsión de conservación de la especie.
Al comienzo mencionamos que para Freud el núcleo de lo psíquico es la pulsión y la energía neuronal. Hasta ahora consideramos, del conjunto, las fuentes pulsionales y la estructura y las funciones neuronales, pero no la cuestión de la energía. El problema no es trivial ni puramente especulativo, ya que encontramos manifestaciones clínicas que ponen en evidencia una estrategia, la alteración, el rebajamiento o la extinción de esta energía neuronal. Entre las manifestaciones clínicas antedichas figuran algunas que aspiran a perturbar dicha energía, como las ingestas de alcohol o cocaína. La energía tiene un valor en la fuente pulsional y otro en el sistema neuronal. Si falta en aquella, lo mismo ocurrirá en este; pero puede ocurrir que el agotamiento de la energía neuronal no tenga su equivalente en las fuentes pulsionales. En efecto, la somnolencia puede derivar más de una extenuación en cuanto a la energía neuronal que de un agotamiento somático global. De tal modo, en este punto pueden surgir discordancias que inciden de diferentes modos en el desarrollo ulterior de los procesos subjetivos.
Más allá de estas cuestiones, cabe la pregunta acerca de la energía de la cual está dotado el sistema nervioso y que permite su operatividad, como requisito necesario para el desarrollo de los procesos subjetivos (conciencia, memoria, pensamiento, decisiones). Consideramos que dicha energía corresponde a la autoconservación y a la sexualidad, pero también, en la medida en que entra en juego el tesoro filogenético, a la pulsión de conservación de la especie, que trasforma a cada sistema nervioso en mensajero y representante de la filogenia, y no solo de la subjetividad singular.
La complejización y maduración del sistema neuronal le permite al mismo tiempo mantener una energía permanentemente a su disposición, que puede acrecentarse. Mientras ello no ocurre, la atención dirigida hacia el mundo es sobre todo reflectoria, como luego lo expondremos. En cuanto a la atención psíquica, derivada de las investiduras pulsionales, en un comienzo no resulta duradera y conduce rápidamente hacia estados de sopor funcional, en cuyo caso la exterioridad vale sobre todo como conjunto de frecuencias.

Tramitación interna de las incitaciones pulsionales

En la espacialidad intracorporal prevalece un criterio para la tramitación neuronal y subjetiva de las incitaciones pulsionales: la alteración interna. En un comienzo de la vida psíquica, tal criterio es el único, y luego, a medida que esta se complejiza, se combina con otros, sobre todo la acción específica, que en cada caso debe ser descubierta. Freud (1950a, “Proyecto de psicología”) alude a la alteración interna cuando describe la situación del recién nacido, que mediante la expulsión de la columna de aire inaugura al mismo tiempo la actividad respiratoria y, como consecuencia del grito, una comunicación con el otro cuya importancia solo habrá de descubrir ulteriormente. Quizá requiera alguna precisión la hipótesis precedente, según la cual la alteración interna aparece antes que la acción específica. Podríamos afirmar, tal vez, que en un comienzo alteración interna y acción específica coinciden. Con ulterioridad, muchas pulsiones habrán de requerir de una acción específica, la cual difiere de la alteración interna, que sin embargo sigue teniendo vigencia de múltiples modos en la vida pulsional. Por un lado, algunas pulsiones que exigen una tramitación vía acción específica poseen tramos que se procesan mediante la alteración interna. Por otro lado, ciertas pulsiones se procesan exclusivamente, o casi, por la alteración interna. Por fin, existen pulsiones que admiten un doble criterio de procesamiento, por alteración interna y por acción específica.
El hambre ha sido descrito por Freud como el paradigma de las incitaciones pulsionales que requiere una acción específica, la cual supone la existencia de un objeto en posición favorable. Sin embargo, en un comienzo la acción específica la realiza un asistente, habitualmente los padres, y el niño solo consuma una reacción específica (Freud, 1950a, “Proyecto de psicología”). Dicho en términos de la teoría psicoanalítica ulterior (Freud, 1931b), el mamar comienza siendo pasivo antes de volverse activo, y este mamar pasivo coincide con una alteración interna, en el chupeteo y la deglusión, sin que exista aún un interrogante acerca de si el objeto está verdaderamente ahí. Además, y en el marco de los procesos ligados a la alimentación, una gran parte del nexo con eso que ha sido incorporado se realiza mediante procesos de alteración interna, que incluyen tanto la conducción de los alimentos por el interior del cuerpo cuanto la secreción de sustancias que los van alterando. La salivación excesiva y el mericismo son manifestaciones de una perturbación de alguno de estos tramos de la tramitación pulsional regidos por la alteración interna. También la autofagocitación en quienes no consumen alimentos puede ubicarse en este mismo terreno, pero en tal caso queda perturbada básicamente la acción específica. Quizá no se la descubrió, o quizá este descubrimiento fue atacado por motivos diversos, que no es esta la ocasión de considerar.
Como ejemplo de las pulsiones que a lo largo de la vida siguen regidas por la alteración interna podemos discernir al menos tres. Ellas son la pulsión de sanar (Freud, 1933a), la de dormir (Freud, 1940a) y la de respirar (Freud, 1950a, “Proyecto de psicología”). En otras oportunidades (Maldavsky, 1995b, 1998a) me he referido extensamente a estas pulsiones, tan poco consideradas en la bibliografía psicoanalítica posfreudiana, pese a que los fenómenos a ellas vinculados han concitado recientemente el mayor interés en diferentes ciencias. De las tres, la pulsión de respirar nos resulta más evidente, tal vez porque compromete un tipo de musculatura que podemos apreciar a simple vista. También la pulsión de dormir posee un cierto grado de evidencia, sea por la observación directa, sea por los estudios electroencefalográficos de la actividad neuronal durante las diferentes fases del período de reposo. Además, los procedimientos autocalmantes, a los que luego nos referiremos, a menudo tienen como objetivo conciliar el sueño. La menos evidente resulta la pulsión de sanar, esa aspiración a hacer que el organismo vuelva a un estado previo al enfermar, y que, según Freud (1933a), es también la principal aliada del terapeuta en un tratamiento psicoanalítico. Los estudios recientes sobre la resiliencia se hallan en esta misma orientación, así como los desarrollos referidos a los procesos inmunitarios. Es el plano psíquico el sentido del humor, el sentimiento de pertenencia, la confianza básica, la creatividad, el manejo fluido y funcional de las investiduras y las contrainvestiduras y la disposición a generar la empatía ajena son también expresiones de dicha pulsión de sanar. Luego volveremos a considerar este punto, al referirnos al status teórico del mundo incitante en el cual se inserta la pulsión de sanar, es decir el propio organismo.
Otras pulsiones, en cambio, admiten los dos criterios (alteración interna, acción específica) para el procesamiento de las incitaciones pulsionales. Si bien podemos incluir entre ellas la respiración, antes aludida, sobre todo pertenecen a este grupo las ligadas a la actividad excretoria. En efecto, la defecación y la micción pueden ser consumaciones pulsionales realizadas con o sin miramientos por la realidad objetiva.
Muchas de estas pulsiones requieren de un nexo con un objeto diverso del propio cuerpo. Incluimos en este grupo a la pulsión de respirar, que se rige a menudo por el criterio de la alteración interna, ya que el objeto del que dicha tensión endógena requiere está siempre presente, no falta. Solo algunas pulsiones, como la de dormir y la de sanar, toman al propio cuerpo también como objeto, y quizá por ello hayan sido las menos consideradas en psicoanálisis. Cuando prevalece la alteración interna como criterio dominante para el procesamiento de la pulsión, la libido, acoplada en anaclisis, es tramitada autoeróticamente. Como en todas estas circunstancias es preciso ligar la pulsión de muerte recurriendo a la motricidad sádica, la alteración interna supone un desenlace. Este consiste en que el sadismo toma como objeto al propio cuerpo, con lo cual coincide con el masoquismo. Freud (1924c) aludió, precisamente, a este sadomasoquismo que toma al cuerpo como escenario exclusivo, y que constituye la primera forma de liga de la pulsión de muerte, antes de que, con el desarrollo de la actividad muscular, el sadismo se separe más nítidamente del masoquismo y tome a otro cuerpo como su objeto. A menudo la pulsión de dormir y la de sanar se combinan, sobre todo cuando el reposo opera al servicio de un restablecimiento de los nexos originarios entre el mundo pulsional y el funcionamiento neuronal, como en la vida fetal. En cuanto a la pulsión de sanar, su composición posee, en los momentos tempranos, un carácter heterogéneo, ya que parte de ella aún es ajena, está aportada por los criterios inmunitarios maternos. Es notable el hecho de que en el núcleo del fragmento pulsional inherente al reconocimiento y la defensa de sí haya desde el origen un sector extraño, con lo cual retornamos a consideraciones similares a las que antes expusimos respecto de un cuerpo erógeno.
Un conflicto temprano se crea entre la pulsión de dormir, que pretende el retorno a un estado previo de la economía pulsional, y muchas de las otras pulsiones, sobre todo las ligadas a la alimentación, ya que estas últimas imponen el despertar. Igualmente, la vigilia puede o bien tener un carácter somnoliento, como ocurre cuando la única aspiración consiste en saciar una necesidad, o bien estar signada por una atención dirigida hacia el mundo, cuando se conjugan libido y autoconservación. En el primer caso prevalece el egoísmo y una libido dirigida solo hacia los órganos, mientras que en el segundo el despertar va acompañado de un esfuerzo activo por ejercer el sadismo como forma de ligar la pulsión de muerte.
Del mismo modo, podemos diferenciar entre un dormir como forma de dejarse morir y otro dormir que pretende restablecer el equilibrio neuroquímico originario desestabilizado por las incitaciones exógenas, en un principio abrumadoras. También en el plano del dormir y el despertar podemos prestar atención, pues, a la cuestión de la neutralización de la pulsión de muerte por los componentes de Eros.
La investidura pulsional, que recae sobre los órganos, inicialmente se concentra en la actividad cardiocirculatoria y la respiratoria, antes de migrar hacia la motricidad alimentaria. Las actividades cardíacas y respiratorias son paradigmáticas de la tramitación pulsional mediante la alteración interna. Sin embargo, entre ellas pueden darse conflictos, porque la respiración se abre algo más al mundo intercorporal que la actividad cardiocirculatoria. Como lo expondremos pocas líneas más abajo, la actividad alimentaria introduce una espacialidad intracorporal diferente de la que caracteriza a la actividad respiratoria y a la circulatoria. Esta última aporta la posibilidad de concebir el cuerpo como un conjunto de cañerías cerradas sobre sí, conectado con un cuerpo diverso, entendido como otro andamiaje de tubos, mediante otras tantas venas y arterias (Tustin, 1987, 1990; Rosenfeld, 1992). Para este sistema, toda apertura al mundo tiene un carácter hemorrágico (Maldavsky, 1990, 1995a, 1995b). Un segundo modo de entender el cuerpo se organiza a partir de la actividad respiratoria, que va del expeler al inspirar, cuando en los pulmones se crea un vacío aspirante. La exterioridad se presenta como el inverso de esta actividad pulmonar: inspira tóxicos y expele oxígeno, como cuando aludimos a que los parques son el pulmón de una ciudad. En cuanto a la actividad alimentaria, introduce otro modo de concebir el propio cuerpo, el cual posee en su interior un sector por el cual circula una sustancia ajena al territorio, como ocurre, por ejemplo, en el corredor Gaza-Cisjordania, que corre a través de Israel.
Lo común a todo este conjunto reside en que la libido inviste el propio cuerpo, a la manera de un narcisismo originario, intrasomático, anterior al que Freud aludió en "Introducción del narcisismo". Más bien nos hallamos en ese momento al que Freud (1926d) considera inmediatamente ulterior al nacimiento, en el cual ciertos órganos (sobre todo corazón y pulmones) se conquistan una investidura elevada y que ha sido objeto de un relativamente escaso interés en las investigaciones psicoanalíticas, o más bien se lo trató solo fragmentariamente, situación que procuramos contribuir a paliar con este enfoque de conjunto del problema.

Tramitación interna de la libido narcisista: el universo de los afectos

La alteración interna opera desde el comienzo mismo de la vida posnatal generando otros efectos, además de la tramitación de las incitaciones pulsionales. Entre tales consecuencias de la alteración interna figura el universo de los afectos, el de las somatizaciones, el de una sensorialidad intracorporal y el del desarrollo de una musculatura que se enseñorea sobre el sistema perceptual y sobre el sistema óseo, ambos conquistados paulatinamente como patrimonio yoico.
Respecto de los afectos, Freud (1926d) los describe como neoformaciones, como el modo más elemental de la memoria. Los afectos repiten (evocan) las condiciones precedentes de la economía pulsional, antes de que esté disponible el mundo de las huellas mnémicas. Si bien en un apartado posterior reconsideraremos la cuestión más extensamente, ahora podemos decir que el afecto es memoria de la economía pulsional porque en su origen fue la primera cualificación, la forma inicial de toma de conciencia, en particular del Ello, y en esto reside su carácter de neoformación: es lo primero nuevo en constituirse a partir de los fundamentos químicos y neuronales del cuerpo. Casi todos los afectos se descomponen en tres elementos: descarga secretoria y/o vasomotriz, percepción de la descarga, matiz. Freud (1926d, 1950a, “Proyecto de psicología”) destaca que en el afecto participan determinados sistemas neuronales que conducen a la tensión endógena hacia este desenlace por el camino de la alteración interna. El matiz o tono afectivo constituye la primera cualidad, el primer contenido de conciencia, al cual luego se le agregan las sensaciones y las percepciones (estas últimas, acompañadas de una investidura de atención). La angustia, la furia, el asco, el goce, entre otros, se atienen a esta descripción tripartita del afecto. Sin embargo otros sentimientos, de la gama del dolor, escapan a dicha descripción. En el dolor no hay descarga endógena sino hemorragia. Por lo tanto, de los tres componentes del afecto solo queda el matiz afectivo, sin descarga y, consiguientemente, sin percepción de ella. De todos modos, los afectos en su conjunto resultan tramitados por alteración interna, ya que tanto la descarga secretora y/o vasomotriz cuanto la hemorragia pulsional quedan comprendidas en este grupo, es decir el de los desprendimientos pulsionales. Quizá sea interesante profundizar en este punto, en la tentativa de realizar diferenciaciones internas en el terreno de los afectos, como alteraciones internas. En efecto, podemos considerar a la hemorragia pulsional como un tipo de alteración interna más pasiva que los afectos restantes, es decir como expresión de una mayor inermidad, de un entregarse al vaciamiento en la economía pulsional. Cuando en el afecto participa la descarga secretora y vasomotriz (como ocurre en todos ellos, a excepción del dolor), al matiz afectivo se le agrega la percepción de dicha descarga, que aporta una nueva noticia y un tipo adicional de cualidad como contenido de conciencia.
También cabe preguntarse qué pulsión queda implicada en el proceso que culmina como afecto. Considero que esta es sobre todo la libido, y en particular la libido narcisista que se desprende, es decir que se descarga o se pierde por hemorragia. Mientras que en un comienzo los afectos constituyen desprendimientos libidinales automáticos, solo morigerados por la intervención ajena, luego se convierten progresivamente en rediciones atenuadas de los episodios iniciales, para lo cual es necesario disponer de un sistema de huellas mnémicas. Cuando dicho sistema está constituido, entonces los afectos despiertan sin el acompañamiento de la situación económica originaria, y más bien tienden a preparar lo anímico para prevenir contra una repetición indeseada.
Antes destacamos que los afectos involucran al matiz afectivo, el cual constituye una cualidad, un contenido de conciencia, anterior al otro gran contenido de la conciencia inicial, es decir, el mundo sensorial. El afecto, como contenido de conciencia, anoticia del estado de la economía pulsional, y solo puede emerger como tal con el auxilio de la empatía de un asistente, caracterizado por su subjetividad. En este sentido los afectos son también noticia del estado pulsional y emocional de los interlocutores primordiales (Maldavsky, 1995a). Podemos destacar al menos dos hechos llamativos. El primero, que el contenido inicial de la conciencia original (el afecto) parece ser aportado por una vicisitud particular de los procesos libidinales narcisistas, y el segundo, que también la memoria depende de la vigencia de este tipo de tensión pulsional. Cabe preguntarse además por qué a las descargas secretorias y vasomotrices se le agrega el afecto, una cualificación. Quizá la respuesta sea que tales desprendimientos van acompañados de una investidura narcisista que abarca también al sistema nervioso, que es el lugar en el cual se desarrolla la conciencia.

Tramitación interna de la pulsión de muerte: desempeños motrices

La cuestión de la actividad intracorporal (mencionada poco antes al contraponer el dolor a los demás afectos) se extiende a otros terrenos. Podemos discernir al menos tres tipos adicionales de motricidad. Una de ellas corresponde a las actividades incorporativo-excretorias, sobre todo la respiración y el ciclo deglusión-eliminación de heces y orina. Otra corresponde a las actividades sensoriales: ver, oír, oler, tocar. La tercera abarca el terreno de la musculatura ósea: cabeza, tronco, extremidades. A su vez, estas diferentes actividades pueden estar regidas por criterios diversos.
Si prevalecen las tentativas de Eros de neutralizar la pulsión de muerte, las diferentes motricidades constituyen tentativas de desplegar prácticas destructivas. En todos los casos este valor de la motricidad exige un momento inicial, de dominio de los desempeños musculares. Las actividades correspondientes son también una tentativa de tramitar una erogeneidad determinada. La motilidad aloplástica violenta es una tentativa de tramitar la erogeneidad sádico anal primaria, y la implicada en la regulación de las distancias es un modo de procesar el erotismo fálico uretral. Del mismo modo, la motricidad que expresa los estados afectivos aspira a ligar el erotismo sádico oral secundario, y la empleada en el dominio del objeto y en las actividades ritualizadas procura dar cabida psíquica al erotismo sádico anal secundario. La motricidad ondulatoria, en cambio, es un modo de ligar el erotismo fálico genital, mientras que la motilidad perceptiva (entornar los ojos, girarlos para seguir un objeto), la de los dedos, y la de la lengua, la del chupeteo y el soplo, pretende tramitar el erotismo oral primario. Por fin, las motilidades implicadas en la regulación entre respiración y deglusión, así como la que corresponde a la musculatura de sostén, contribuyen a procesar la libido intrasomática, que inviste los órganos, tomados como objeto.
Solo a partir del desarrollo de una motilidad aloplástica, como es inherente al erotismo sádico anal primario, el objeto es discernido más nítidamente del sujeto. En consecuencia, se distinguen del mismo modo un sadismo de un masoquismo, hasta ese momento casi indiferenciados. Antes de este estadio, la ligadura de la pulsión de muerte mediante el sadismo es precaria, y resulta inevitable la dependencia de las actividades de un asistente para que lo anímico no quede expuesto a las amenazas de la autodestrucción. La motricidad constituye pues un modo de tramitar la pulsión de muerte y una erogeneidad determinada. En torno de la motricidad coinciden las pulsiones yoicas (de autoconservación) y el erotismo, que se alían para neutralizar la pulsión de muerte de un modo específico. Dicha especificidad depende, pues, del tipo de erogeneidad y consecuentemente de motricidad en juego en cada caso.
Respecto de nuestro interés (la espacialidad intracorporal), la motricidad en juego aspira sobre todo a procesar la erogeneidad que inviste el organismo y a neutralizar así la pulsión de muerte. Entre estas motricidades, las correspondientes a la respiración y al ciclo deglusión-defecación-micción, así como a la coordinación entre estas actividades, parecen las más específicamente enlazadas con las investiduras intracorporales. A su vez, la musculatura de sostén está destinada en un comienzo a responder a las amenazas de vértigo y de falta de gravedad. Solo luego la musculatura de sostén se apodera de fragmentos del cuerpo, en un derrotero que sigue la dirección del eje céfalo-caudal. Levantar la cabeza o hacerla girar en principio puede tener el valor de acompañar a la motilidad perceptiva (por ejemplo, seguir un objeto con la mirada). El dominio sobre la musculatura esquelética permite expresar con posturas corporales las emociones, mientras que el adueñamiento de las extremidades, agregado al resto, hace posibles el desplazamiento espacial y las actividades aloplásticas sádicas. Con todo, las respuestas tónicas tempranas ante las sensaciones de la atracción por la gravedad, aspecto al que luego haremos referencia, permiten también establecer algunas diferenciaciones tempranas en términos de blando-duro, en la medida en que se adquiere una conciencia inicial de la existencia del sistema óseo. En realidad, tal conciencia permite crear la vivencia de lo duro como algo diverso de la concepción del cuerpo como un conjunto viscoso, carente de estructura y con el riesgo permanente de dispersión o de desaparición hemorrágica.
El apoderamiento identificatorio de la propia musculatura, sobre todo la ligada con los movimientos óseos, no solo sigue un derrotero, sino que requiere de la intervención de los progenitores (Haag, 1991). Antes de que se logre este dominio sobre la propia musculatura, especialmente la aloplástica, prevalece un estado de desvalimiento motriz. En dicho estado lo anímico queda expuesto a los riesgos de la autointoxicación y/o la consunción, no solo respecto del procesamiento de las exigencias libidinales sino también respecto de las de autoconservación, inclusive las correspondientes a la necesidad de renovar el oxígeno. La neutralización de la pulsión de muerte por la alianza sexualidad-autoconservación resulta aún precaria, y por lo tanto existe una fuerte dependencia de la actividad de los progenitores para contener la tendencia al retorno a lo inorgánico ante cualquier frustración.
Sin embargo, pueden aparecer otras alteraciones, derivadas de las combinaciones entre las pulsiones de sanar, de respirar y dormir. Estas consisten en atentar contra el uso de la percepción y la motricidad (la ligada con la actividad pulmonar, por ejemplo) a los fines de alcanzar la calma o, a la inversa, intensificar la tensión interna. Una y otra modalidad perceptivo-motriz quedan al servicio del dormir, constituyen procedimientos autocalmantes (Fain, 1993, Smadja, 1993, 1995, Szwec, 1993, 1995) en los cuales puede prevalecer el principio de constancia, la búsqueda de un encuentro armónico (no perturbado por el mundo exterior) entre funcionamiento neuronal e incitaciones pulsionales. La alteración en esta armonía deriva de una alianza entre la erogeneidad y la pulsión de muerte, a menudo como consecuencia del nexo con el mundo exterior. El procedimiento autocalmante opera, en este sentido, siguiendo el propósito de imponer a la sexualidad un enlace con la autoconservación y el principio de constancia. El fracaso en esta tentativa promueve un giro: los procedimientos autocalmantes, empleados para neutralizar la pulsión de muerte, pueden cambiar de signo y volverse agentes del principio de inercia, al conducir hacia un vaciamiento total de la energía circulante. Reconsiderada la cuestión en un marco más global, podemos decir que la tendencia hacia lo inorgánico se evidencia como un cambio en la orientación de la alteración interna, que se manifiesta como perturbación de los desempeños motrices que conducen a la respiración, a la deglusión, a la digestión, a la eliminación de las heces y la orina. Pero también pueden quedar perturbadas otras actividades ligadas a la satisfacción de pulsiones, como la de dormir o la de sanar, observaciones con las cuales ingresamos en el apartado siguiente.

Somatizaciones

El amplio terreno de las somatizaciones tempranas abarca desde los trastornos del dormir hasta las perturbaciones en las respuestas inmunitarias, desde los cólicos y los vómitos hasta los trastornos tónicos, y pueden tomar segmentos más restringidos o más extensos de la disposición a la tramitación de la pulsión por el camino de la alteración interna. Algunas de estas somatizaciones parecen ser una tentativa de responder no solo a las incitaciones químicas sino a algunas de otro tipo, que se hallan a mitad de camino entre la excitación pulsional y la sensorial, como Freud lo consideró en relación con el dolor, y aquí pretendemos exponerlo también respecto de las sensaciones de equilibrio y de atracción por la gravedad. En efecto, recordemos que Freud (1915d) destaca que el dolor orgánico es una seudopulsión, es decir una incitación interna de la cual es imposible fugar y que tiene un carácter crecientemente perentorio. También Freud (1923b) afirma que el dolor es algo mixto, entre la sensación y el afecto, y que constituye una incitación interna, aunque el factor que lo genera sea externo. Algo similar podemos decir respecto de las sensaciones de equilibrio y de atracción por la gravedad. Estas últimas tienen un carácter necesario, no contingente, por lo cual se diferencian del dolor y la sensación de pérdida de equilibrio. En efecto, las sensaciones ligadas a la gravedad surgen con el nacimiento, y se registran en receptores internos, implantados sobre todo en el sistema circulatorio. Estas urgencias tempranas operan a la manera de seudopulsiones, a menudo respondidas con la presión sobre la piel y la musculatura de extensión (en otra época se solía enrollar a los recién nacidos con una tela, para promoverles la misma sensación de presión previa al nacimiento). Recordemos que Rolla (1968) destaca la importancia de la limitación a la extensión de las extremidades como un factor central en la noticia de sí con anterioridad al nacimiento.
Las vivencias derivadas del introducirse en un mundo gravitacional requieren pues de un procesamiento específico, y las fallas en este punto pueden generar trastornos tempranos en el dormir, en las respuestas inmunitarias (pulsión de sanar) y en la alimentación, junto con un síndrome hipertónico-hipotónico (Roitman, 1998c). Quizá podamos ubicar en este nivel las hipótesis de Winnicott (1963) sobre el caer sin fin, vivencia ligada a menudo a la ausencia de investidura materna. El síndrome hipertónico-hipotónico atañe a la musculatura de sostén, y la diferencia entre las respuestas en este nivel parecen derivar de que ante la vivencia de la gravedad, sin el acompañamiento de una respuesta externa acorde a las urgencias en juego, pueden darse dos alternativas. Una de ellas consiste en el esfuerzo por autosostenerse (hipertonía), mientras que la otra expresa una entrega pasiva al terror (hipotonía), una forma del abandonarse a la muerte. La hipertonía suele acompañarse de una sobreinvestidura defensiva de la sensorialidad distal (Roitman, ----), que opera más a la manera de una contrainvestidura (fuga hacia adelante) que como un avance proyectivo hacia la exterioridad como el que luego describiremos.
Estos comentarios pretenden sugerir que las somatizaciones tempranas sobrevienen cuando falta el enlace entre las incitaciones pulsionales, las alteraciones internas como modo de procesarlas, las incitaciones internas (que se hallan a mitad de camino entre la pulsión, la impresión sensorial y el afecto) y las incitaciones mundanas acordes a este conjunto de reclamos intracorporales.
Otras incitaciones internas del mismo tipo corresponden al sistema respiratorio (seudopulsión), sobre todo las sensaciones de asfixia. A menudo esta vivencia no deriva de una falta de provisión de oxígeno sino de un estallido de furia intramitable, como consecuencia de la impotencia por lograr que un asistente realice las acciones conducentes a la resolución de una urgencia.
La alteración interna que lleva hacia las somatizaciones acompaña desde el comienzo a aquella que procura consumar una exigencia pulsional, aquella que culmina en estados afectivos y aquella otra que aspira a ligar la pulsión de muerte apelando a la motricidad. En las somatizaciones se evidencia a menudo que un sector del organismo es tomado como objeto por las exigencias pulsionales. Este sector del organismo ocupa la posición de suplente de otras incitaciones que hubieran debido ser provistas por el mundo, como se advierte cuando un niño anoréxico se alimenta de sus propios tejidos. Algo similar se advierte cuando sobreviene un ataque inmunitario a una parte del propio cuerpo, con lo cual aludimos a los estados de autoconsunción y de autointoxicación.
Tales somatizaciones son corrientes durante un primer período y a menudo van cesando a medida que se dispone de una musculatura propia para desplegar actos en los que el sadismo está más discriminado del masoquismo, como es inherente sobre todo al momento en que prevalece el erotismo sádico anal primario. A partir de este momento la neutralización de la pulsión de muerte gracias al ejercicio de una musculatura aloplástica permite también tramitar de otro modo las exigencias de Eros (sexualidad y autoconservación). Igualmente, los estallidos afectivos (derivados también de una alteración interna) quedan crecientemente sustituidos por acciones específicas.

El mundo sensorial

Freud (1915c) sostuvo que el yo real inicial tiene, como primera actividad, el orientarse en el mundo creando una primera diferenciación en el cúmulo de los estímulos que lo solicitan. Es así que diferencia entre los estímulos pulsionales, de los que no puede fugar, y los estímulos sensoriales, como los visuales, que puede hacer cesar sustrayéndose de la fuente incitante. En consecuencia, el mundo excitante privilegiado es el pulsional, mientras que el de las impresiones sensoriales resulta indiferente, salvo cuando surge una tensión pulsional que requiere de un nexo objetivo. Que el mundo sensorial extracorporal resulte indiferente quiere decir que no recibe investidura y que no está diferenciado. La falta de diferenciación consiste en que, en lugar de captar las cualidades, que son siempre distintivas, se jerarquizan las frecuencias (Freud, 1950a, “Proyecto de psicología”) o períodos (Lacan, 1964), por lo cual pueden homologarse un estímulo auditivo y uno visual, si ambos poseen la misma distribución temporal, aspecto este que reconsideraremos más adelante. La falta de investidura del mundo sensorial es el complemento de esta falta de diferenciación. El mundo sensorial opera pues como conjunto de frecuencias, que hacen de correlato de la actividad del dormir. En efecto, consumar la pulsión de dormir tiene como requisito disponer de un mundo sensorial como el aquí descrito, que opera con el valor de un contexto. Las incitaciones sensoriales deben tener un carácter específico: ni hallarse ausentes ni volverse hipertróficas, diferenciales. Tal formalización del mundo sensorial es un complemento de los procedimientos autocalmantes, ya estudiados.
Este mundo de frecuencias es a la vez un modo de captar los procesos de alteración interna desarrollados en otros cuerpos, como si la mirada fuera radiográfica, la escucha, estetoscópica y el tacto diera noticia de los órganos internos ajenos y su funcionamiento. La percepción facilita entonces un apego al cuerpo ajeno. La condición para cumplir con esta función de apego es la no investidura pulsional de las cualidades sensoriales. Cuando esta mezcla de apego y desconexión queda perturbada aparecen otras dos alternativas. Una es la vivencia de vértigo, cuando prevalece el riesgo de perder el apego, y otra es la vivencia de dolor, cuando predominan las amenazas contra de desconexión. Así, pues, la captación de frecuencias se combina con las vivencias de vértigo y de dolor, como modos específicos de conexión inicial con la exterioridad.
Ahora bien, además de este mundo sensorial, también el propio cuerpo aporta un conjunto de percepciones que requieren nuestra atención. Freud (1923b) destacó que el propio cuerpo es captado a través de tres tipos de sensorialidad. Algunas, sobre todo las visuales, son puramente externas, ya que el cuerpo es visto como un objeto del cual es necesario apoderarse por identificación. Otras son puramente internas, como el dolor (podríamos agregar a este grupo las sensaciones ligadas a la atracción terrestre, las de equilibrio y las de asfixia). Otras, por fin, son mixtas, como cuando un sujeto se toca a sí mismo.
Esta cita puede servirnos de introducción al estudio del campo no tanto de las motricidades intracorporales sino al de las percepciones. La impresión visual tiene un papel particular, porque es la primera con la cual el infante puede ejercitar la fuga de los estímulos. El pasaje de la somnolencia al estado vigil pleno, tan importante en la vida anímica temprana, se presenta casi siempre como actividad visual, con un centramiento de la atención. La fuga, en cambio, puede presentarse como desvío de la mirada, como descordinación entre ambos ojos, como entornar los párpados, como volver la cabeza o como nublamiento del campo visual por el llanto, el sueño o el agotamiento. Claro que también los ojos pueden volverse zona erógena, como una mucosa irritable que pica o arde, sobre todo si alguna sustancia la estimula. Por otra parte, cabe suponer que los ojos toman también noticia del estado de los propios órganos internos o de los ajenos, tal como lo evidencian numerosos sueños (Freud, 1900a). Inclusive cabría preguntarse si los ojos no avizoran, anticipatoriamente, una afección futura, como agentes de la pulsión de sanar que diagnostican tempranamente una disposición a ciertas alteraciones somáticas, según podríamos inferirlo, por ejemplo, del sueño de la inyección a Irma, en relación con el cáncer de Freud (Schavelzon, 1993). Sea como fuere, la mirada se va definiendo progresivamente como una sensorialidad que no involucra un proceso incorporativo, una alteración en la fuente pulsional, y en este sentido difiere de las restantes, con excepción de la audición. Sin embargo, en los oídos no existe nada parecido a los párpados, por lo cual es imposible sustraerse de una incitación sonora dolorosa como ocurre con la estimulación visual.
Es hora de ubicarnos en el terreno de la espacialidad sensorial que va de las sensaciones mixtas (internas y externas) a las puramente internas (como el dolor). Comencemos por destacar que, con la complejización anímica creciente, el ver con atención se vuelve autónomo respecto del tocar, el explorar táctilmente y el aferrar, de los cuales inicialmente es un equivalente. Cuando se alcanza esta autonomía, el ver queda ordenado por una geometría proyectiva, que toma en consideración las proporciones, las unidades de medida, los juicios grupales (Piaget et. al, 1947, 1948, Maldavsky, 1980a, 1986). Dos objetos son equiparables si, respetando una escala de reducción, poseen las mismas proporciones. Antes que ello ocurra, el espacio de lo visual es fundado desde otros mundos sensoriales, como el táctil. En tal caso prevalece en lo anímico un tipo de geometría a la que se suele denominar topológica, que jerarquiza ciertas propiedades de los objetos y que a partir de esta base dictamina si son o no equiparables. Entre dichas propiedades figuran la apertura, el cierre, el hecho de contener algo dentro, en el borde o del lado de afuera. Dos objetos pueden equipararse entonces si a un punto de uno equivale uno en el otro, y si la contigüidad (o su quiebre) entre dos puntos en uno se da también en el otro. Piaget et al. (1947, 1948) destacaron que cuando un niño toca varios objetos a ciegas y luego los ve, reconoce lo explorado táctilmente por las propiedades topológicas ya descritas. Tal criterio para ordenar el mundo sensorial es previo al de la geometría proyectiva o la euclidiana, ambas lógicamente posteriores a la que estamos considerando. Podríamos decir que la espacialidad visual, fundada desde los registros táctiles, se rige inicialmente por los criterios de la geometría topológica. Incluso las nociones de punto y de contigüidad parecen nacer de una trasposición visual desde los registros táctiles consistentes, respectivamente, en tocar con la yema del dedo (y luego señalarlo) y en deslizarla por una superficie (y luego recorrer ese espacio con la mirada).
En lo que acabamos de describir el mundo de lo visible es punto de llegada, y el de lo táctil, punto de partida. Esta afirmación nos permite preguntarnos por otra alternativa, en que lo táctil es a su vez punto de llegada, es una sensorialidad fundada desde espacialidades más elementales. Podemos recurrir a una metáfora: si un señor feudal tiene un territorio, habrá de protegerlo contra los ataques externos con una muralla, pero si luego el campo propio se expande, entonces habrá de requerir de un nuevo cordón defensivo, más exterior. Del mismo modo se constituye el cuerpo como territorio anímico, en el cual una sensorialidad en la que predominan las percepciones internas (como los estados de vértigo, dolor y asfixia) es fundadora de otra, en la que prevalecen la cenestesia y la percepción de la propia musculatura de sostén, hasta que, por un nuevo esfuerzo de avance hacia el exterior del organismo, se generan otras espacialidades, como la olfatoria, la gustativa y la táctil, en que se entreveran percepciones internas y externas del propio cuerpo. Estas expansiones en la constitución del espacio corporal se generan por proyección, desde una periferia interior (dolor, asfixia) hasta otra igualmente interior (cenestesia, musculatura de sostén), a partir de lo cual se crea la periferia exterior del cuerpo. Este proceso proyectivo se da en la medida en que las motricidades y las percepciones van ligando las exigencias pulsionales correspondientes, hasta que, con el desarrollo de la fase oral primaria (a partir de la libido intrasomática), se crea la periferia exterior descrita por Freud (1926d). Sin embargo, vale la pena rescatar el hecho de que existen diferentes periferias interiores que en su origen fueron periferias exteriores, claro está, desde la perspectiva de otro espacio, desde el cual son fundadas. Durante el tiempo en que comandan al conjunto las sensaciones de vértigo y asfixia, las percepciones en la piel pueden tener el valor de aportes que llegan desde un exterior al núcleo del yo-cuerpo, hasta que, por un apoderamiento proyectivo, la superficie cutánea pasa a ser territorio propio, con lo cual se crea un nuevo dispositivo antiestímulo. La parálisis motriz tensa podría corresponder a la creación de una coraza antiestímulo temprana (Spitz, 1954), anterior al surgimiento de la piel, que luego adquiere un valor similar, en una región más externa del propio organismo. Tal coraza antiestímulo se acompaña a menudo de una sobreinvestidura (prematura y defensiva) de una espacialidad visual sin el soporte de la significatividad cenestésica y del desarrollo afectivo, el cual queda desestimado. El efecto de estas defensas es la producción de escisiones tempranas (Roitman, 1999), que pueden ser transitorias o duraderas.
En cuanto a la cenestesia, a la que describimos como un estado intermedio entre las sensaciones de dolor, vértigo y asfixia y las táctiles, aporta al mundo de las percepciones las primeras regularidades, que pronto se vuelven monótonas, pero que poseen un extraordinario valor en la vida anímica. Por un lado, tales percepciones constituyen un requisito para el surgimiento de la conciencia originaria, como luego lo expondremos. Por otro lado, ofrecen la posibilidad de dotar de significatividad al mundo de las percepciones mixtas (internas y externas), como las táctiles, olfatorias y gustativas. Cuando estas incitaciones intermedias no quedan habilitadas proyectivamente como lugar para las investiduras, entonces las percepciones táctiles o sus equivalentes no pertenecen al propio cuerpo, y valen como incitaciones externas, como las visuales, y las acompaña solo un estado de parálisis e inermidad, como si fuera imposible a lo anímico sustraerse de ellas o alterar el medio que las aporta. Deseo destacar al respecto las propuestas de Schiff (1871), revalorizadas por Starobinsky (1977, 1981) y Gauchet (1992), acerca de la cenestesia y su importancia en el desarrollo de la conciencia originaria. Podríamos afirmar, en efecto, que, junto con el universo de los afectos y de las motricidades intracorporales, la cenestesia constituye el camino para dotar de un lenguaje representacional al erotismo intrasomático. Al terreno de la cenestesia corresponde buena parte de las sensaciones ligadas con las actividades inherentes al procesamiento de las pulsiones tramitables por la alteración interna, sobre todo la cardiocirculatoria y el circuito alimentario-digestivo-excretorio.
Cuando se inaugura para las investiduras el mundo de las percepciones táctiles, gustativas y olfatorias por una proyección de la sensorialidad cenestésica, aquellas sensaciones adquieren significatividad, en principio como parte del mundo intracorporal. En consecuencia, una impresión sensorial táctil, visual, gustativa o auditiva vale sobre todo como sensación interna y no como incitación aportada desde el mundo. Solo luego el mundo de las percepciones táctiles, olfatorias y gustativas pasa a ser procesado con los criterios inherentes a las percepciones externas, y en consecuencia la investidura migra hacia la periferia exterior del cuerpo, y desde allí a las sensorialidades distales, entre las cuales resaltan, como ya dijimos, las visuales. Ya describimos antes que en ocasiones, como consecuencia de una defensa, puede darse una sobreinvestidura defensiva de la sensorialidad distal. Tal sobreinvestidura anticipa una sobreadaptación ulterior, si el proceso defensivo persiste.
Antes aludimos también a las zonas erógenas como regiones de las periferia que trasmudan las incitaciones en sensaciones voluptuosas, placenteras o displacenteras, y no en impresiones sensoriales. Freud (1905d, 1924c) destaca que el estímulo incitante, a su vez, suele tener un rasgo característico, el ritmo. Pero también los procedimientos autocalmantes tienen un carácter rítmico, claro que con otra meta: la constancia, el rebajamiento de la tensión sensual, sobre todo en cuanto a su componente violento. A veces pueden conducir hacia la monotonía, hacia la inercia, según ya lo indicamos, pero también pueden llevar a este desenlace las descargas voluptuosas. Como estas últimas también se combinan con incitaciones rítmicas, cabe la pregunta sobre la diferencia entre estas y las de los procedimientos autocalmantes. Los ritmos incitantes en el marco de la voluptuosidad varían según los cambios en la economía pulsional, acordes con las vivencias placenteras o displacenteras, mientras que los ritmos de los procedimientos autocalmantes se conservan, en la búsqueda de la nivelación en una constancia determinada. Mientras que los primeros privilegian la diferencia, la variación acorde a los procesos voluptuosos, los segundos dan preminencia a la calma, a la homogeneización en la economía pulsional.
Aún nos queda por considerar el status teórico de otro universo de estímulos procesados y descifrados en el seno del propio cuerpo, al que en biología se denomina percepción inmunitaria. Me refiero a un mundo de informaciones referidas al propio cuerpo en cuanto al estado y las funciones químicas, que conducen a la activación o inhibición de determinados mecanismos inherentes a los procesos inmunitarios. Consideramos que tales percepciones pueden ser consideradas, en el marco de la teoría psicoanalítica, como correspondientes a la pulsión de sanar, en la cual se acoplan sexualidad y autoconservación. Sin embargo, a diferencia de todas las demás que hemos descrito, estas informaciones no aportan cualidades, no son aptas para trasformarse en contenidos de la conciencia. Así, pues, del mismo modo que observamos la falta de acople de la pulsión de sanar con desempeños motrices definidos, podemos decir que, respecto del mundo de los estímulos que aportan incitaciones a dicha pulsión, tampoco resulta posible el acceso al terreno de la cualificación (salvo por trasposición proyectiva intracorporal a un mundo sensorial diverso, por ejemplo el cenestésico), requisito para el desarrollo de procesos subjetivos.

Las vivencias de dolor y sus efectos sobre la sensorialidad cenestésica

En el mundo de las percepciones puramente internas es conveniente distinguir entre aquellas que poseen un carácter perentorio, como las de dolor, vértigo o asfixia (que reunimos bajo la denominación freudiana de seudopulsiones), y aquellas otras, como las cenestésicas o kinestésicas, que se van volviendo monótonas. Como incitaciones, todas ellas poseen un carácter cuantitativo, pero además tienen una distribución temporal, una frecuencia, un período. El sistema neuronal puede captar los períodos cuanto menos queda invadido por factores cuantitativos. El vértigo, la asfixia y sobre todo el dolor son perentorios y en consecuencia su cualificación resulta problemática. Sin embargo, pueden darse algunas combinatorias entre dolor y cenestesia que merecen ser estudiadas con más detalle. En efecto, Freud (1950a, “Proyecto de psicología”) alude a un aprendizaje biológico, centrado en buena medida en los efectos que el dolor deja en la economía pulsional y en la constitución y el desarrollo de la memoria. Agrega (Freud, 1923b) que como consecuencia de la vivencia de dolor se crean las representaciones-órgano. Estas constituyen, según pensamos, los fundamentos de la representación-cuerpo. Al respecto Freud (1920g) sostiene que el dolor impone ciertos desenlaces en la economía pulsional, sobre todo la migración de las investiduras desde diferentes lugares hacia la región afectada. Dicha migración puede localizarse en la zona dolorígena, como sobreinvestidura, o distribuirse como contrainvestidura en la región que bordea al sector afectado. La sobreinvestidura conduce a un incremento del estado hemorrágico. En cuanto a la contrainvestidura, también empobrece el resto de la economía pulsional. Tal empobrecimiento por migración de las investiduras, que deja a la vida psíquica carente de una energía de reserva, se combina con la hemorragia pulsional antes descrita. La situación se complica cuando parte de la energía usada como contrainvestidura queda absorbida por la tendencia hemorrágica, cuando sobrevienen nuevas acometidas del dolor que captura regiones hasta ese momento libres de la intrusión. En realidad, la contrainvestidura ya mencionada pretende neutralizar dicha hemorragia pulsional, aunque a menudo mantiene la fijación a la situación algógena. Es que solo la desaparición del dolor y la consiguiente redistribución energética resultan las soluciones al problema recién descrito. En la resolución de la situación algógena tiene injerencia la pulsión de sanar, que a menudo requiere de la alianza con aportes provenientes del exterior al propio organismo (el auxilio ajeno). Las sobreinvestiduras con libido narcisista de las región dolorida constituyen una interferencia, un gasto energético no acorde a fines, y el desvío de estas investiduras hacia otros lugares puede frenar los efectos hemorrágicos del dolor. Sobre todo la sobreinvestidura de la región dolorida se vuelve patógena cuando quedan involucradas energías requeridas para las alteraciones internas funcionales, cuya actividad es equiparable a la de las acciones específicas.
Tal migración de las investiduras egoístas y narcisistas hacia la región dolorida suele dejar un sedimento, un resto, sobre todo luego de restablecida la economía pulsional prexistente. Dicho resto consiste en que la región dolorida misma, así como el "anillo de seguridad" que fue contrainvestido previamente, recibe una nueva investidura, con lo cual ciertos sectores del propio cuerpo pasan a formar parte de una espacialidad, de una representación-órgano. La investidura correspondiente suele recaer sobre las regularidades cenestésicas antes mencionadas, que en el momento de la vivencia de dolor han atraído una sobreinvestidura y/o una contrainvestidura defensiva.
A veces esta secuencia se presenta en un terreno puramente económico, ya que los procesos patógenos orgánicos no están acompañados de dolor, pese a lo cual la hemorragia energética y las contrainvestiduras defensivas igualmente se desarrollan. Igualmente, es posible que se alcance una investidura ulterior del órgano y una representación-cuerpo. Pero el conjunto no se acompaña ni de la actividad de la atención ni, consiguientemente, de la conciencia.
Tal diferencia entre las vivencias de dolor que se acompañan de atención y de conciencia y la hemorragia pulsional que carece de ellas nos permite introducir una nueva reflexión. Esta concierne, precisamente, a la atención y a la conciencia y en principio a la primera de ellas. Freud (1950a, “Proyecto de psicología”) diferenció, como otros autores, entre una atención reflectoria, pasiva, impuesta por las incitaciones mundanas, y una atención psíquica, activa, testimonio de las investiduras pulsionales dirigidas hacia el objeto, sea este el propio organismo, sea alguna incitación extracorporal. La contrainvestidura desencadenada por la vivencia de dolor puede corresponder a una atención reflectoria, en cuyo caso aporta un nuevo elemento al conjunto, consistente en una cualidad, un fugaz contenido de conciencia. Cuando ello no ocurre, la contrainvestidura energética ante una perturbación orgánica corresponde solo al terreno de la economía pulsional. Por el contrario, cuando sobrevienen una atención reflectoria y una pizca de cualificación, se abre la posibilidad de una ulterior investidura con atención psíquica de la región, y la consiguiente representación-órgano operando en el terreno de la sensorialidad cenestésico-kinestésica.

Surgimiento de la cualificación y la conciencia

La sensorialidad cenestésico-kinestésica no solo adquiere significatividad como consecuencia de las vivencias de dolor y de vértigo sino también de las de asfixia y el consiguiente envenenamiento de la sangre. Desde este punto de vista, la cenestesia se imbrica con la pulsión de respirar y con el procesamiento por el camino de la alteración interna. Por lo tanto, nos hallamos en el terreno de la investidura de los sistemas circulatorio y respiratorio, y las lógicas de las cañerías y de las bombas impelente-aspirantes, antes descritas. Las vivencias de dolor, las contrainvestiduras internas y sus efectos, estudiados en el apartado anterior, parecen corresponder a modos de neutralización de la pulsión de muerte que deja sus huellas en la economía pulsional de Eros. En cambio, las investiduras de una sensorialidad cenestésico-kinestésica que se vuelve regular y monótona, constituyen un modo de dotar de un lenguaje a la libido intrasomática, acoplada a la pulsión de autoconservación. El agregado ulterior de la investidura de la actividad alimentaria aporta nuevas variaciones al conjunto de las sensaciones intracorporales y abre el camino hacia los orificios erógenos del cuerpo en contacto con un mundo extracorporal, caracterizado por la diversidad de sus matices.
De hecho, el mundo de las incitaciones sensorio-motrices intracorporales se le presenta al sistema neuronal como un conjunto de frecuencias. Cada una de ellas (la respiratoria, por ejemplo) posee una monotonía intrínseca, pero, si se la confronta con las restantes, adquiere rasgos diferenciales. Esta diversidad entre las frecuencias intracorporales monótonas puede tender hacia la uniformación o hacia la complejización. En el primer caso las monotonías se homologan, como expresiones de una dirección hacia la inercia. En el segundo, la complejización entre las monotonías es expresión de una tensión pulsional inherente a Eros, contrapuesta a la pulsión de muerte (Maldavsky, 1997a).
Antes destacamos que también el mundo extracorporal es categorizado con los mismos criterios, es decir en términos de frecuencias, las cuales pueden volver equivalentes las incitaciones de diferentes canales sensoriales, ya que poseen la misma distribución temporal. En consecuencia las cualidades diferenciales no cobran aún el relieve que adquieren luego, cuando la atención y la conciencia, así como las investiduras libidinales, se dirigen hacia el mundo extracorporal. El mundo extracorporal opera primero como contexto, es decir como equiparable al mundo de frecuencias intracorporales. En esta situación (cuando el contexto mundano hace de complemento de las incitaciones pulsionales y de una sensorialidad y una motricidad intracorporales caracterizadas por el encuentro entre frecuencias regulares) están dadas las condiciones para el surgimiento de la cualificación y la conciencia.
Podemos realizar ahora una reconsideración de conjunto de todo lo expuesto, desde el punto de vista metapsicológico. Una forma básica de neutralizar la pulsión de muerte por Eros consiste en el recurso a motricidades y sensorialidades intracorporales, que permiten ligar la libido intrasomática. Estas motricidades intrasomáticas, regidas por la alteración interna, son patrimonio del yo real primitivo, el cual aspira a lograr una coordinación entre los segmentos motrices que ataje el camino de las somatizaciones y las desinvestiduras pulsionales hemorrágicas. Para ello se le hace necesario hallar un modelo mundano en el cual anticipar dicha coordinación entre los segmentos motrices. Este modelo corresponde al contexto intersubjetivo, donde dicho yo se encuentra con un ámbito nutriente-desintoxicante, al cual Freud (1911) caracterizó como placenta, el primer doble en constituirse en la vida anímica. Así, pues, la libido intrasomática requiere de una motricidad determinada (y de su correspondiente sensorialidad), caracterizada por la alteración interna, la cual a su vez exige de un modelo que permita al yo el encuentro con los propios criterios para hallar coordinaciones entre las actividades correspondientes. Tal modelo (doble ideal) está constituido pues por la placenta. En tanto doble, la placenta tiene un valor como filtro (que neutraliza los riesgos de autointoxicación y también frena los ataques “alérgicos” provenientes del cuerpo materno) y como nutriente. Lacan (1964) la considera, además, como el primer objeto a, representante de la pulsión de conservación de la especie y simultáneamente de lo nuclear de la libido, tomada como órgano. La propuesta de Lacan (la placenta como objeto) y la de Freud (la placenta como doble) son conciliables. Se trata de una investidura narcisista de objeto, en cuyo caso este opera como doble, como el más elemental, inherente a la libido intrasomática. El modo en que lo anímico dota de un lenguaje al erotismo intrasomático deriva de una serie complementaria en la cual se combinan una anticipación filogenética (que prepara para el encuentro de determinados estímulos a los que formaliza de una manera específica) y un vivenciar contingente, que, si no coincide con lo esperado, queda reordenado a partir del saber instintivo.
Hecha esta síntesis, es posible dar un nuevo paso, consistente en investigar otra actividad psíquica propia del yo real primitivo, es decir, el desarrollo de la conciencia originaria. Según Freud (1950a, “Proyecto de psicología”) esta conciencia está constituida por cualidades de dos tipos: afectos e impresiones sensoriales. De ellos, el primero en aparecer como contenido de conciencia es el afecto, al cual luego se le agregan las percepciones antedichas. El surgimiento del afecto como contenido de conciencia requiere de una economía pulsional en la cual no rija la desmesura, improcesable por el sistema neuronal. Los afectos despertados no pueden ser ni desmesurados ni nulos, y están acompañados de una tensión entre diferentes frecuencias, cada una de ellas relativamente monótona, y un contexto acorde al conjunto. La sensorialidad mundana, en su carácter diferenciado y sobreinvestido, se vuelve luego contenido de conciencia, para la cual se requiere de una migración de las investiduras desde los órganos internos hacia las zonas erógenas de la periferia exterior, pero este punto ya no forma parte de nuestro interés en la presente oportunidad (véase Maldavsky, 1980a, 1986). Solo podemos decir que también en este caso la atención reflectoria antecede al surgimiento de la cualificación, la cual luego es sucedida por una atención psíquica, como lo hemos descrito ya respecto del dolor. En este sentido, Freud (1926d) destaca que las investiduras de órgano son un preludio de las investiduras de objeto, que se desarrollan luego.
Hemos considerado aquí al mundo exterior de diversos modos en relación con este aporte de un complemento de acciones específicas: como contexto, como sostén empático, como fuente de incitaciones intrusivas de dolor o de vértigo. Sin embargo, a ello podemos agregar otro valor, consecuencia de un mecanismo, el contagio afectivo, por lo cual en lo anímico pueden aparecer desbordes emocionales que se presentan como cuerpos extraños, consecuencia de la imperfecta constitución de una coraza de protección antiestímulo. Tal contagio es el complemento de la captación de procesos mortíferos desarrollados en cuerpos ajenos al propio, con una homologación entre los órganos existentes en uno y otros.

Las defensas y la economía pulsional intracorporal

Al aludir al problema del dolor orgánico describimos una serie de respuestas económicas que, globalmente, pueden describirse como contrainvestidura (cuando se sobreinviste la región que rodea al área afectada, en la tentativa de contener la intrusión y enfrentarla) y retiro de investidura (cuando se pretende sustraer la atención de la zona afectada y dirigirla hacia otro lugar, ya que de lo contrario aumentan los estados hemorrágicos). Estas defensas son puramente económicas, y en ellas interactúan la sexualidad y la autoconservación. Mediante los movimientos de desinvestidura y contrainvestidura, además, Eros pretende neutralizar otro riesgo, consistente en la pérdida de la energía de reserva. Esta hemorragia puede conducir a que en la economía pulsional prevalezca el principio de inercia, que lleva a la desdiferenciación y la monotonía.
Con esta descripción pretendo en realidad introducir una cuestión planteada por Freud y a menudo desconocida por los psicoanalistas ulteriores: las defensas entre Eros y pulsión de muerte. Estamos habituados a considerar a las defensas como patrimonio yoico, pero las hipótesis freudianas recién reseñadas prestan atención a los fundamentos económicos de las mismas. Por ejemplo, la descripción freudiana de las defensas ante el dolor orgánico (contrainvestidura y desinvestidura) constituye, según el mismo creador del psicoanálisis, el prototipo de la represión, hipótesis que hemos extendido al estudio de otros mecanismos, como la desestimación, la desmentida o la identificación (Maldavsky, 1980b, 1986, 1990d).
Pero la defensa ante el dolor orgánico no es la única, ni es necesariamente la modalidad más importante. Es conveniente ampliar el panorama de las defensas, en el marco de las pugnas entre Eros y pulsión de muerte. Freud (1923b) plantea que la estrategia defensiva de esta última puede apuntar o bien a la descarga inmediata de cualquier tensión libidinal no desexualizada o bien al vaciamiento del conjunto de las tensiones erógenas. El primer objetivo interfiere en la posibilidad de crear una complejización entre las tensiones sensuales, en que algunas pulsiones operan al servicio del incremento del conjunto de la excitación, es decir, operan como pulsiones parciales. El otro objetivo aspira al vaciamiento de esta tensión sensual en su conjunto, en cuyo caso el orgasmo genital queda equiparado a la muerte (Freud, 1923b).
En cuanto a Eros, pretende conservar al menos una tensión pulsional constante, derivada de una complejización en el entramado que reúne sexualidad y autoconservación. En esta complejización tiene gran importancia un efecto impuesto a la sexualidad por la autoconservación, el cual consiste en la desexualización. Recordemos que la descarga desvitalizante que la pulsión de muerte impone a la libido solo es posible si esta no se halla desexualizada. De tal modo la desexualización hace de reaseguro de la conservación de una tensión vital en Eros, y la resexualización de la libido puede estar al servicio de la pulsión de muerte. La desexualización supone un cambio en la meta pulsional. Freud (1923b) destaca al menos dos alternativas de mantenimiento de una tensión libidinal al servicio del principio de constancia: la identificación y la sublimación, aunque también podría corresponder a este destino de pulsión la trasmudación de la tensión sexual en ternura. Otra defensa contra la pulsión de muerte, centrada en la desexualización, consiste en que las investiduras recaen sobre las incitaciones sensoriales intracorporales, como camino hacia el desarrollo de la cualificación y la conciencia.
Pero existen otras defensas ante la pulsión de muerte, de carácter funcional, que tienen un carácter más orgánico. Así ocurre con el sopor funcional, que a veces se vuelve letárgico (como en los estados de hibernación). En tal caso prevalece el recurso defensivo a la pulsión de dormir, sobre todo cuando las incitaciones exógenas se vuelven desmesuradas, sea para el sistema neuronal, sea para la fuente pulsional, sea para ambos. Estos letargos funcionales tienden a restablecer la armonía entre el funcionamiento neuronal y las incitaciones pulsionales, alterada por los estímulos exógenos. En este letargo también participa la pulsión de sanar, sobre todo cuando existe alguna alteración en las fuentes pulsionales que requiere el restablecimiento de una homorrhesis, es decir, una homeostasis con una direccionalidad vital (Waddington, 1957, Maldavsky, 1992).
Las defensas funcionales constituyen formas de neutralizar la pulsión de muerte, sobre todo si están complementadas por el auxilio ajeno. Tienen un carácter sado-masoquista intracorporal, en que un fragmento de las pulsiones orgánicas se vuelve activo en relación con otro, al que toma como objeto. En algunas ocasiones se aletarga el afecto tomado como objeto, mientras que en otras se pretende expulsar una incitación pulsional, o la conciencia de ella. Otra alternativa de la defensa normal se presenta cuando surge una caída de la tensión vital. Esta caída es el efecto de la falta de un encuentro afectivo con un sujeto diferente. Entonces dicha ausencia puede quedar suplida recurriendo a otra fuente que aporta la tensión. Tal otra fuente excitante, que opera como suplente, es aportada por el propio cuerpo, que entonces se ve conducido a alterar un fragmento de la economía energética, por ejemplo al generarse a sí mismo una sensación transitoria de asfixia, de hambre, de replesión visceral, de hipertonía, de sueño. Así como el aletargamiento corresponde a un procedimiento autocalmante que apacigua la tensión sensual desmesurada, el incremento recién mencionado tiene un valor opuesto, también al servicio de mantener el principio de constancia, claro que en este caso ante la amenaza de caída en la inercia. En todas estas situaciones nos hallamos ante sadomasoquismos intracorporales que a menudo se combinan con una estasis de la autoconservación, acompañada de un estancamiento libidinal. Estas estasis de la autoconservación y de la sexualidad pueden presentarse como alteración de un fragmento de la pulsión de sanar. En tal caso, curiosamente, un fragmento de la pulsión de sanar sofoca a otro. El sadomasoquismo intracorporal, así como los estancamientos recién mencionados, constituyen formas de neutralización de la pulsión de muerte en el propio organismo.
Los procedimientos autocalmantes tienen pues su valor en este marco, en la tentativa de neutralizar la pulsión de muerte, tal como ya lo consignamos. Destacamos que estos procedimientos le imponen a la sexualidad un cambio, al desacoplarla del enlace con el principio de inercia. La marca del acople precedente y del desacople ulterior puede presentarse como fijación en un sadomasoquismo intracorporal (Freud, 1924c), relicto de la tentativa de Eros de ligar la pulsión de muerte. El auxilio ajeno, a través del acunamiento y la provisión de un contexto acorde a las exigencias endógenas, suele contribuir a lograr esta neutralización interna de la pulsión de muerte.
Otra defensa inherente a este momento consiste en hipertrofiar los procesos proyectivos hasta el punto de pretender eliminar la fuente incitante interna. La agitación motriz y los gritos derivados de la expulsión de la columna de aire por la garganta suelen despertar la atención de los progenitores, quienes aportan el auxilio necesario. Si ello no ocurre, entonces la tendencia a la expulsión termina en un agotamiento de la energía de reserva que puede dejar a la economía pulsional sin recursos para la consumación de otras alteraciones internas, acordes a fines. La agitación motriz recién descrita puede acompañarse de una sobreinvestidura de la percepción distal, como ya lo indicamos, la cual puede tener el valor de un procedimiento autocalmante prematuro, defensivo.
Del mismo modo, el sopor funcional puede fracasar en su cometido y trasmudarse en un letargo que conduce a la inercia. Cabe agregar que, así como antes destacamos el valor del aporte intersubjetivo en la creación de sectores ajenos en el núcleo de la economía pulsional o de la vida afectiva, igualmente podemos afirmar que estas defensas, prefiguradas filogenéticamente, se ven favorecidas, en cuanto a su carácter funcional o patógeno, por el influjo contextual.
Como modalidad más extrema de la defensa de la pulsión de muerte contra Eros surge esa vicisitud a la que Freud (1923b) denominó dejarse morir: una desinvestidura del yo propio, un darse de baja a sí mismo respecto de la libido y la autoconservación. En las situaciones de máxima gravedad, la energía restante de Eros se vuelve contra aquellos sectores de las pulsiones de vida renuentes a esta entrega a la inercia, y apuntan a desanudar toda trabazón entre elementos diversos pero afines que mantengan la tensión interna.
Otra defensa, esta vez de carácter funcional, consiste en la muerte de un sector del propio tejido vivo para volverlo inexcitable ante incitaciones exógenas. Así ocurre con los dispositivos antiestímulos desarrollados sobre todo en la piel en contacto con el mundo extracorporal. En ciertas condiciones inherentes a la economía pulsional, en especial cuando se dan vivencias traumáticas de dolor físico y de desamor parental, puede plasmarse una disposición particular de la coraza antiestímulo, que no protege a los órganos sensoriales (y al mundo subjetivo) de la captación de estados internos (corporales y psíquicos) ajenos, sobre todo cuando la realidad captada es el apronte para un estallido psicótico o bien alguna grave enfermedad padecida por un interlocutor de especial significatividad. A menudo el propio sujeto no es conciente de su propia captación, que puede revestir el carácter de una comunicación telepática, en la cual no tiene vigencia la investidura de un mundo sensorial diferencial (1933a). Esta captación de los estados somáticos y psíquicos ajenos tiene vigencia cuando la coraza antiestímulo ha sido depuesta como consecuencia de defensas funcionales o patógenas. A menudo resulta difícil para el yo establecer distingos entre la fuente incitante y el sujeto que la capta, ya que tales percepciones se presentan de un modo identificatorio. Con esta afirmación volvemos a prestar atención al hecho de que el núcleo de los procesos anímicos, esa presunta interioridad, está atravesada por la economía pulsional y las actividades psíquicas ajenas.

Procesamiento ulterior

Ya destacamos las formas en que la erogeneidad intrasomática se enlaza con ciertas motricidades, con una sensorialidad que privilegia determinados contenidos y sobre todo formas específicas (en particular las frecuencias), con la producción de un doble (la placenta), con la vida afectiva y con las representaciones-órgano. Cabe preguntarse por el destino ulterior de este lenguaje de pulsión. Del mismo modo que cualquier otro, puede integrarse como pulsión parcial al conjunto de la vida erótica; pero la situación cambia cuando se da una fijación a un trauma que involucra a esta particular tensión libidinal. En tal caso este lenguaje de pulsión suele aparecer aportando formaciones sustitutivas en el marco de las defensas contra la realidad. En efecto, un modo de defenderse de una realidad sensorial (y de sus representantes psíquicos en el plano mnémico y en el superyó), caracterizada por sus cualidades, por sus diferencias, consiste en volverla monótona, en privilegiar su frecuencia. Sobre todo esta defensa apunta a sostener el autoerotismo y/o el narcisismo, y luego se entrevera con el rechazo de la castración (desmentida, desestimación) y de la muerte simbólica del padre, y con el complejo de Edipo invertido, al que expresa y al mismo tiempo disfraza. El sadomasoquismo intrasomático pasa a ser expresión, entonces, de una escena primaria homosexual. Esta situación puede coexistir con prácticas incestuosas objetivas, a menudo con una presentación heterosexual. Igualmente, los afectos despertados en torno de los deseos homosexuales quedan trasformados en estados de somnolencia y sopor.
En realidad, la defensa central apunta a este último aspecto, es decir, a oponerse al desarrollo del sentimiento, a la emergencia de un matiz afectivo, sobre todo la tristeza (aunque también la furia o la angustia), y la sustituye por los estados de apatía. Tal defensa consiste en una desestimación del afecto, funcional o patógena; igualmente, puede ser transitoria o permanente. Cuando falta el afecto, la realidad sensorial queda organizada como lo describimos poco antes, es decir, como un mundo de frecuencias, alteradas por golpes y el vértigo. Cuando los afectos retornan, al fracasar la defensa, son de tipo automático, y no constituyen por lo tanto amagos. El desprendimiento libidinal adquiere un carácter desmesurado, sobre todo por la imposibilidad de liga de la pulsión de muerte recurriendo a algún desempeño destructivo. El dolor es orgánico, y cuando debería aparecer el sufrimiento psíquico, en su lugar emergen el sopor y la apatía; el proceso de duelo es remplazado por la autocompasión, la angustia se vuelve invasora, la sensualidad aturde y la furia se resuelve en estallidos impotentes, enceguecidos.
En algunos pacientes (como los consumidores de droga que no han desarrollado una adicción, o los que cada tanto se exponen a ser golpeados sin por ello permanecer fijados duraderamente a tales condiciones) esta desestimación del sentir es solo transitoria. El ataque al sujeto del afecto (sobre todo el dolor psíquico) alterna con momentos en que los sentimientos pueden expresarse, habitualmente en el marco del entrampamiento en un proceso de duelo patológico, en el cual cobra importancia la desmentida de una realidad insoportable y de la instancia paterna. En otras ocasiones, en cambio, la desestimación del sentir es casi permanente, como ocurre cuando esta defensa se combina con un rechazo más enérgico de los dictámenes de la realidad y del superyó. La desestimación del sentir se engarza entonces con una desestimación de la realidad y de la instancia paterna. A menudo la situación clínica se presenta de manera tal que el fragmento anímico que desestima a la realidad y al superyó resulta proyectado y vuelto en contra. Con ello quiero decir que el paciente se supone dependiendo de un psicótico que pretende suprimirlo del mundo de sus percepciones y de su universo mnémico, y que ha abolido toda relación con una ley que le impondría respetar los derechos ajenos. Cuando el paciente se supone dependiendo de un sujeto psicótico, desarrolla una desestimación duradera del afecto y se deja morir (Maldavsky, 1992, 1995a, 1995b, 1998a).
Pero también la defensa ante el sentir puede tener un carácter funcional, acorde a fines, como lo describe Freud (1916-17). Así ocurre cuando alguien, ante un peligro, en lugar de dejarse inundar por la angustia, realiza las acciones necesarias para salir de la situación apremiante. En otras ocasiones estas defensas funcionales, que operan sobre el nivel de las incitaciones sensorio-motrices, dan lugar a diferentes juegos retóricos, entre cuyos productos se hallan los procedimientos autocalmantes.

Secuencia narrativa

En cuanto a la secuencia narrativa, deseo recordar que posee, para todos los lenguajes del erotismo, una estructura canónica: dos estados (uno inicial y otro final) y tres trasformaciones intermedias: en la primera, en un sujeto surge una tensión, en la segunda, este procura consumarla, en la tercera, sobrevienen los efectos de esta tentativa. Estos relatos involucran además afectos, representaciones del ideal, del grupo, del tiempo y del espacio. En cada lenguaje del erotismo todo este conjunto (estados, trasformaciones, ideal, grupo, tiempo, espacio) se presenta con rasgos diferenciales. En el lenguaje del erotismo intrasomático, el estado inicial se presenta como una situación de sosiego, con un homoerrhesis alcanzada a costa del relator que hace de filtro, de puching ball, como sector separado del resto del organismo social. En este estado de sosiego, surgen tensiones y astenias resueltas mediante los recursos disponibles en el sistema mismo. Prevalecen los vínculos basados en el apego y la desconexión, los golpes y los estados de vértigo, y el liderazgo es ejercido por un personaje sin percepción ni memoria, que hace cuentas. De pronto una brusca caída de la energía o un exceso de excitación despierta un deseo especulador en el narrador, o este lo padece. En consecuencia, un sujeto somete a otro a una intrusión orgánica que despierta un goce insoportable. El efecto de esta situación consiste en que el objeto de la intrusión termina despojado de un quantum, mientras que el sujeto activo "hace una diferencia", extrae un rédito en un clima de aceleración eufórica. Como consecuencia de ello se libra una lucha diversa: en quien extrajo, por conservar el goce en el marco de lo soportable; en quien sufrió el saqueo, por no quedar desbordado por una oscilación entre la violencia y los estados asténicos. En el estado final, quien sufrió la intrusión queda como un desecho, carente de subjetividad, de matiz afectivo, mientras que quien realizó la extracción disfruta duraderamente del equilibrio económico alcanzado.
En cuanto al ideal dominante, es la ganancia, mientras que la representación-grupo correspondiente tiene una configuración específica. Recordemos que en la representación-grupo participan diferentes actantes (clases de personajes, con funciones definidas): modelo, sujeto, dobles, ayudante, objeto, rival. No solo el sujeto tiene su modelo y sus ayudantes, sino también el objeto y el rival. Cuando prevalecen los lenguajes del erotismo correspondientes al tiempo en que tiene exclusividad el narcisismo primario (incluido el sádico-anal primario), faltan objetos y rivales, y en su lugar proliferan los dobles. Así ocurre en el lenguaje del erotismo intrasomático. El modelo inviste a un sujeto como aquel que puede ser activo obteniendo réditos. Reconoce y sostiene al sujeto como héroe, mientras que otros aspiran a identificarse con él, y obtienen migajas de su reconocimiento al precio de dejarse extraer una ganancia, un diezmo. Estos operan como dobles del sujeto. En cambio, otros (los ayudantes) son objeto de (o instrumento para) la sustracción de un beneficio sin obtener a cambio rédito alguno. El sujeto los toma solo como medio para un fin. Esta representación-grupo se acompaña del supuesto de que existen otras organizaciones vinculares con una estructura similar, a las cuales se aspira a doblegar a la condición de ayudante del sujeto o sus dobles. A su vez, la configuración témporo-espacial se caracteriza por un pasaje de la monotonía al golpe (lumínico, sonoro, olfatorio, táctil) o a la invasión vertiginosa de estímulos cuya velocidad resulta imposible de soportar por el sistema neuronal. La distancia interpersonal es mínima: cada uno aspira a instalarse bajo la piel del prójimo.
Vale la pena consignar algunos ejemplos de relatos inherentes a los estados y las trasformaciones propios del lenguaje del erotismo intrasomático. Respecto del estado inicial podemos aludir a la situación de un grupo familiar en el cual prevalece un ambiente de apego indiferenciado que involucra inclusive el momento del reposo. Todos duermen juntos en el mismo cuarto, inclusive en idéntico lecho. En el grupo se mantiene una permanente tensión oscilante entre el insomnio y los estados de sopor, con prácticas masturbatorias permanentes. Cuando irrumpe una tensión, esta tiene un carácter violento, y la situación se resuelve a través de una actividad sexual incestuosa o promiscua enceguecida, que atempera los ánimos y permite recuperar el equilibrio económico prexistente. Igualmente, las caídas de tensión como consecuencia de la extenuación orgánica pueden ser resueltas al autoinfligirse golpes y estados de vértigo.
Respecto del surgimiento de la tensión, es posible aludir a una empresa que se mantenía en un equilibrio económico precario, en el cual el dueño y sus hijos se aprovechaban de la falta de organización interna de los obreros, empleados y funcionarios para obtener réditos de diferente tipo: les hacían intercambiar funciones, la jornada laboral terminaba cuando todos estaban extenuados, y abundaban vínculos homo y heterosexuales, sobre todo los decididos por los propietarios. Este equilibrio queda roto de pronto por una conjunción de factores: la enfermedad invalidante del dueño (que sume a sus sucesores en una lucha fratricida paralizante del conjunto), una desestabilización económica global, el descubrimiento de un "agujero negro" en las reservas monetarias de la familia por un turbio manejo de los depósitos por parte de un agente de bolsa, casado con la hija dilecta del socio principal, la cual es también amante del gerente general de la empresa. En consecuencia, muchos empleados son despedidos y quedan en una situación prototípica: encerrados del lado de afuera, con una vivencia de que no tienen cabida en ningún espacio en el cual la explotación se combine con una precaria estabilidad. Una joven, que figura entre las despedidas de este modo, deambula por la ciudad con su hijo recién nacido hasta que llega a una zona lindante con el puerto. Se le acerca un marinero algo borracho y tras eructar aparatosamente le pasa la mano por la espalda. La joven, aterrada, se rencuentra entonces con vivencias ya familiares. Poco más allá ve a un hombre que mira atento la escena y le guiña el ojo con aire de complicidad protectora. Piensa que podría dejarle su hijo a una hermana mayor, que está criando el propio, y entonces sonríe al marinero y le pregunta si tiene dinero encima.
Respecto de la tramitación de la tensión, podemos consignar la condición de una mujer ya entrada en la cuarentena, quien recibe del médico de su padre la noticia de que este tiene un cáncer diseminado. La mujer ha vivido hasta entonces en un mundo de sucesivas relaciones pasionales, nunca del todo terminadas, en las que menudeaban el alcohol y los golpes. Se trataba de hombres con los cuales era imposible hacer una pareja estable, situación que se combinaba con el hecho de que ella continuaba habitando la vivienda paterna. Entre padre e hija el contacto era mínimo, ya que la mujer se levantaba a media mañana, cuando su padre ya había salido a trabajar. La noticia del médico se acompaña con el desfallecimiento orgánico del padre, cuya salud se deteriora crecientemente. Entonces la mujer, a sabiendas, llama a uno de sus ex amantes, con el cual pasa a tener nuevos encuentros en los que retornan los golpes, el alarde de opulencia económica por parte del hombre y las prácticas sexuales extenuantes. Por fin ella recibe la noticia de que ha logrado su cometido: está embarazada. Interrumpe entonces la relación con su amante y le comunica los hechos solo cuando el embarazo, producto del vínculo, está muy avanzado. La incitación del feto que crece en el seno de su cuerpo se le vuelve un estímulo benefactor, un reaseguro permanente que le permite superar un insomio que persistía desde su adolescencia.
Respecto de las consecuencias de la tentativa de resolución de la tensión, podemos hacer referencia a la situación de un agente financiero, el cual padece un extraordinario malestar despertado por la vorágine de números que se le impone en todo momento y lo asedia mucho más allá de sus horarios regulares de trabajo. Durante la noche el reposo queda alterado por el acoso de las noticias que recibe, por diferentes vías, de la evolución bursátil en las grandes plazas económicas del mundo. Para resolver la situación y obtener al menos alguna tregua ha ensayado diferentes métodos. Intentó primero apelar al alcohol, que lo ha dejado con dificultades de concentración al día siguiente. Luego recurrió a los servicios de las prostitutas ofrecidas a altos ejecutivos en revistas especializadas, pero la tensión quedaba entonces multiplicada por la insatisfacción sexual que era evidente en su ocasional compañera, que fingía el placer y el orgasmo. Pasó entonces a practicar deportes extenuantes, que lo dejaban igualmente insomne y agotado, en un estado de semivigilia aturdida y tensa. Por fin optó por las técnicas yoga, que lo condujeron a descubrir con angustia que, al distenderse, pasaba a sufrir estados asténicos, una desvitalización irremediable, para resolver la cual no hallaba ya recursos.
Respecto del estado final, es posible presentar la situación de un hombre que descubre, eufórico, un recurso, la asfixia, como incitación que no falla como factor que incrementa su excitación genital. De tal modo logra asegurar una tensión sensual que lo preserva de los riesgos de desgano que lo acechaban desde el momento en que perdió la estabilidad obtenida hasta entonces gracias a la fijación a una hermana varios años mayor, que tenía súbitos episodios de violencia, alternantes con bruscos desapegos. Como otro ejemplo, contrastante, podemos consignar el de un hombre que ha procurado toda su vida restañar las hemorragias financieras de la empresa heredada de sus mayores. La empresa está en bancarrota, con las arcas exhaustas, y el hombre, en lugar de reconocerlo, incrementa el consumo de cigarrillos pese a sus crecientes dificultades respiratorias que lo dejan sin fuerzas, en un estado de somnolencia apática duradera.

Redes de signos, procesos retóricos, defensas

En cuanto a las redes de palabras, incluye verbos o frases verbales como abortar, alcoholizarse, aturdir, bostezar, chocar, descargarse, embarazar, eructar, fumar, golpear, marearse, pegar, restar, sumar, violar; sustantivos como calma, cuentas, porcentaje, tensión; adjetivos como acelerado, desganado, lento, soñoliento; y adverbios como económicamente, rápidamente. Hemos desarrollado este punto en el capítulo I. A ello se agregan otras manifestaciones, como los gritos, las líneas melódicas hipnotizantes, monótonas, las aceleraciones o lentificaciones extremas en el ritmo sonoro. Igualmente, importan los eructos, bostezos, estornudos y otros sonidos del mismo tipo.
En cuanto a los juegos retóricos, corresponden al nivel orgánico, como las aceleraciones o lentificaciones, y las incitaciones en el borde de la desmesura. Entre las manifestaciones de esta retórica se hallan los video-clips, filmes como Escrito en el cuerpo, de P. Greenaway, en el cual se reúnen imágenes correspondientes a escenas diferentes en distintas partes de la pantalla. Igualmente, los cuadros de Bacon ponen en evidencia el interior del cuerpo, del mismo modo que numerosas instalaciones recientes.
Algunas figuras retóricas operan sobre la base de la supresión (parcial o total) de la incitación para el sistema neuronal. En algunas ocasiones estas incitaciones pierden su carácter diferencial y se vuelven monótonas, con un efecto hipnoide (supresión parcial), y en otras ocasiones la ausencia es de tal magnitud que se pierde el mínimo de los estímulos necesarios para mantener las bases del sentimiento de sí. Otras figuras retóricas operan sobre la base de la adjunción, más o menos insoportable para el sistema neuronal.
Estos juegos retóricos no son necesariamente expresiones de mecanismos patógenos, pero sí adquieren tal carácter cuando atentan contra una mayor complejización anímica, en que tienen cabida el sentir y la cualificación sensorial. Las perturbaciones retóricas en el nivel orgánico se presentan en el marco de una relación entre las incitaciones aportadas y los fundamentos somáticos, que pueden corresponder a la fuente pulsional, al funcionamiento o la energía neuronal. En un estado de gran excitación, una perturbación retórica puede consistir en aportar una hiperestimulación, y lo mismo vale para las situaciones de gran extenuación, que requieren de un reposo reparador. Igualmente, pueden ser una perturbación retórica las incitaciones monocordes dirigidas hacia un sujeto en estado asténico que solo aspira a conservar duraderamente una condición adormilada.
Hasta este punto he descrito procesos retóricos operantes sobre el nivel orgánico. Estos pueden ser ordenados en ensambladuras más complejas, algunas de las cuales son testimonio de defensas normales o patógenas. Tal categorización incluye las contradicciones y los entrampamientos. La contradicción orgánica se presenta bajo alguna de estas dos alternativas: cuanto mayor tensión sensual, mayor esfuerzo por aumentarla; cuanto más astenia libidinal, más insistente la tentativa de drenaje energético. De esta contradicción es posible rescatarse por dos caminos: el cuestionamiento y la fuga. En cambio, en el entrampamiento ambas alternativas resultan imposibles. El cuestionamiento queda neutralizado por la intrusión de un goce más devastador, y la fuga, por la invasión desenfrenada por la apatía. Las contradicciones orgánicas pueden no ser patógenas, mientras que los entrampamientos sí lo son. Un paciente pueden ser activo en promover el entrampamiento en otros o puede padecerlo.
Algunos de los rasgos formales del lenguaje que expresa esta erogeneidad, sobre todo cuando prevalecen las defensas patógenas, pueden quedar englobados en lo que en otros textos denominé (Maldavsky, 1992, 1995a, 1995b, 1997a, 1998a) discurso catártico. Este discurso se caracteriza por el empleo del lenguaje para desembarazarse de los problemas que se describen, del interlocutor que podría opinar sobre ellos y en especial del fragmento anímico que está en condiciones de encarar dichos problemas. El discurso tiene entonces una forma, caracterizada a menudo por una aceleración sin pausas, con un volumen elevado. En cuanto al contenido, la prevalencia de los números, los porcentajes y las cuentas corresponden a otro de los discursos que describí previamente, el especulador. Respecto del tercer tipo de discurso, el inconsistente, no se manifiesta ni en una forma ni en un contenido específicos, sino al considerar el intercambio con un interlocutor, ya que el paciente se moldea dócilmente al decir ajeno, sin que ello implique una estrategia seductora, sino solo una presentación acorde con lo captado, tipo Zelig. Tal presentación evidencia una imposibilidad de liga de la pulsión al mundo simbólico.
La desmentida (de la castración materna, de la caída paterna) se suele presentar bajo la forma de prácticas en que es posible apelar a las cuentas para sostener la omnipotencia, el sentimiento de sí. Así ocurre en una caracteropatía sobreadaptada, que incluye una relación pasional con personajes en los que el erotismo se entrevera con las cuentas, los cálculos de pérdidas y réditos. En estas situaciones le es posible al sujeto generar en otros entrampamientos orgánicos y tener una posición activa en cuanto a la extracción de dividendos. Cuando prevalece la desestimación, el entrampamiento orgánico es padecido, lo mismo que el proceso de sustracción de réditos.
En cuanto a las tendencias a la exacción orgánica, constituyen una trasformación encubridora del deseo homosexual, impuesto por la represión. Sin embargo, como disfraz, resultan una oposición precaria contra dicho deseo, ya que la contradicción entre el amor homosexual y el apego al dinero no es enérgica; al contrario pueden presentarse afinidades y transacciones entre ambos, que los vuelven entonces compatibles.
También importa una defensa ante la falla en la función paterna, la tendencia a afirmarse como self-made-man, es decir, como aquel que es su propio padre, su propio origen, para lo cual es necesario disponer de un argumento, el dinero, que sostenga la desmentida del origen. Cuando prevalece la desmentida el sujeto puede tener un éxito transitorio en su recurso, pero cuando predomina la desestimación, supone que gracias a él otro se afirma en su omnipotencia, se cree padre de sí mismo. Podemos advertir que en esta argumentación reunimos diferentes defensas, sobre todo desmentida (o desestimación) y represión. Es que la desmentida opera como mecanismo de base, que se opone a la realidad y a la instancia paterna, con lo cual se accede a un complejo de Edipo invertido. A su vez, los deseos homosexuales y la identificación omnipotente con el sexo opuesto, correspondientes al complejo de Edipo invertido, sufre la represión. El recurso a las cuentas está pues al servicio de dos defensas: por un lado, la desmentida (o la desestimación) de una realidad y del superyó, con la correspondiente tentativa de aumentar la propia omnipotencia, y por otro lado la represión del deseo homosexual y de la identificación con el sexo opuesto. Esta represión opera pues sobre las consecuencias de la eficacia de la desmentida (o la desestimación) y tiene un valor segundo, ulterior a la prevalencia de la defensa contra la realidad y contra el superyó. En cuanto a las diferencias entre la desmentida y la desestimación, en el nivel del relato se expresan bajo la forma del lugar que ocupa el narrador en la escena. La desmentida se evidencia cuando el relator logra identificarse con un héroe financiero y obtiene dividendos a costa de terceros, y la desestimación, cuando se ubica como objeto del cual otro extrae una ganancia o como instrumento para el beneficio económico ajeno.